lunes, 26 de septiembre de 2016






La fe no es una simple teoría. Es un compromiso que llega al corazón y a las acciones, a los principios y a las decisiones, al pensamiento y a la vida.

Vivimos nuestra fe cuando dejamos a Dios el primer lugar en nuestras almas. Cuando el domingo es un día para la misa, para la oración, para el servicio, para la esperanza y el amor. Cuando entre semana buscamos momentos para rezar, para leer el Evangelio, para dejar que Dios ilumine nuestras ideas y decisiones.

Vivimos nuestra fe cuando no permitimos que el dinero sea el centro de gravedad del propio corazón. Cuando lo usamos como medio para las necesidades de la familia y de quienes sufren por la pobreza, el hambre, la injusticia. Cuando sabemos ayudar a la parroquia y a tantas iniciativas que sirven para enseñar la doctrina católica.

Vivimos nuestra fe cuando controlamos los apetitos de la carne, cuando no comemos más de lo necesario, cuando no nos preocupamos del vestido, cuando huimos de cualquier vanidad, cuando cultivamos la verdadera modestia, cuando huimos de todo exceso: “nada de comilonas y borracheras; nada de lujurias y desenfrenos; nada de rivalidades y envidias” (Rm 13,13).

Vivimos nuestra fe cuando el prójimo ocupa el primer lugar en nuestros proyectos. Cuando visitamos a los ancianos y a los enfermos. Cuando nos preocupamos de los presos y de sus familias. Cuando atendemos a las víctimas de las mil injusticias que afligen nuestro mundo.

Vivimos nuestra fe cuando tenemos más tiempo para buenas lecturas que para pasatiempos vanos. Cuando leemos antes la Biblia que una novela de última hora. Cuando conocer cómo va el fútbol es mucho menos importante que saber qué enseñan el Papa y los obispos.

Vivimos nuestra fe cuando no despreciamos a ningún hermano débil, pecador, caído. Cuando tendemos la mano al que más lo necesita. Cuando defendemos la fama de quien es calumniado o difamado injustamente. Cuando cerramos la boca antes de decir una palabra vana o una crítica que parece ingeniosa pero puede hacer mucho daño. Cuando promovemos esa alabanza sana y contagiosa que nace de los corazones buenos.

Vivimos nuestra fe cuando los pensamientos más sencillos, los pensamientos más íntimos, los pensamientos más normales, están siempre iluminados por la luz del Espíritu Santo. Porque nos hemos dejado empapar de Evangelio, porque habitamos en el mundo de la gracia, porque queremos vivir a fondo cada enseñanza del Maestro.

Vivimos nuestra fe cuando sabemos levantarnos del pecado. Cuando pedimos perdón a Dios y a la Iglesia en el Sacramento de la confesión. Cuando pedimos perdón y perdonamos al hermano, aunque tengamos que hacerlo setenta veces siete.

Vivimos nuestra fe cuando estamos en comunión alegre y profunda con la Virgen María y con los santos. Cuando nos preocupa lo que ocurre en cada corazón cristiano. Cuando sabemos imitar mil ejemplos magníficos de hermanos que toman su fe en serio y brillan como luces en la marcha misteriosa de la historia humana.

Vivimos nuestra fe cuando nos dejamos, simplemente, alegremente, plenamente, amar por un Dios que nos ha hablado por el Hijo y desea que le llamemos con un nombre magnífico, sublime, familiar, íntimo: nuestro Padre de los cielos.
 
P. Fernando Pascual LC


sábado, 24 de septiembre de 2016






Santa María no tuvo más corazón ni más vida que la de Jesús. Una vida y un corazón humanos pero de Jesús. ¿Podemos, acaso, tu y yo amar y entregarnos de igual manera? El corazón humano de María pudo hacerlo. Tú y yo tenemos su propio corazón como un escalón a la Puerta Santa que es Jesús. Con el ejemplo de la Santa Madre de Dios, no solo sabemos que podemos amar a Cristo, debemos amarle así porque la tenemos a Ella misma como intercesora.

Corazón generoso y tierno corazón como por naturaleza es el de toda mujer que es madre, el de María nos inspira profundamente. Y podríamos admirar a la Virgen por amar al Niño Dios, de igual manera que admiramos a cualquier madre que sostiene a su pequeño en los brazos. Pero el corazón de María ya era de Dios aún antes de la Anunciación. Había decidido reservar su corazón a Dios sin necesitar algún prodigio. En la Anunciación se consuma la previa entrega que ya se había realizado. ¿Cómo nos extraña entonces que haya podido pronunciar esas palabras que la han subido a la cúspide de la Fe "Hágase en mí según tu palabra"? Pensándolo con mayor hondura el corazón de María, sí es corazón humano, no solo era capaz de eso, sino de mucho más.

El corazón amoroso y entregado es, en su generosidad, un corazón fiel: Un corazón humano al pie de la cruz. Si con facilidad podíamos imaginar la ternura de la escena en el pesebre, con gran dificultad podemos apenas hacer un esbozo en la imaginación de la Santísima Virgen recibiendo de José de Arimatea el cuerpo ensangrentado de su hijo. ¿Cómo imaginar el dolor de una Madre que limpia, con mano trémula, la sangre de su hijo? Remueve en lo más profundo aún a nuestro propio y durísimo corazón el pensar en la mirada de María ante el rostro desfigurado y atrozmente golpeado de Jesucristo. Y su corazón dolido estaba ahí, fiel, al pie de la cruz. ¿Dónde está nuestra corazón? ¿Al pie de la cruz como el de la Santísima Virgen o escondido y alejado como el de los discípulos que abandonaron al Señor?

El corazón de María nos muestra todas las encontradas emociones que un corazón es capaz de sentir. Es el corazón de la Virgen uno tan grande y tan generoso, que es además nuestro propio refugio. Su corazón es, además de ejemplo y con dignidad sobresaliente para ser admirado, el consuelo para la aflicción. ¿Cuánto no comprenderás nuestros humanos dolores ella que enfrentó el dolor más profundo que se pueda experimentar?

Pero el corazón humano de nuestra Madre en Cristo no solo es un ejemplo de ternura amorosa o de abyecto dolor. María en su corazón es la Madre del buen consejo, y quien mejor nos puede enseñar a vivir el amor al prójimo. Poderoso corazón el de María, que puede convertir nuestro egoísmo y amor propio en caridad y amor a Dios. El corazón entregado de María debería enseñarlos a pedirle confiados a Dios: "Padre, mi corazón puede poco ¡Haz que te ame mas!".


Es a la Madre de Dios a quien hemos de acudir para pedirle que nos enseñe a amar más, a entregar más, a ser más justos, a rogarle que con su corazón dulcísimo nos proteja, nos enseñe, nos guíe.

El corazón humano de María. Humano. Como el tuyo y como el mío.

miércoles, 14 de septiembre de 2016




Por: P. Fernando Pascual LC | Fuente: Catholic.net 




Hemos rezado, hemos suplicado, hemos invocado la ayuda de Dios. Por un familiar, por un amigo, por la Iglesia, por el párroco, por los agonizantes, por la patria, por los enemigos, por los pobres, por el mundo entero.

También hemos pedido por las propias necesidades: para vencer un pecado que nos debilita, para limpiar el corazón de rencores profundos, para conseguir un empleo, para descubrir cuál sea la Voluntad de Dios en nuestra vida.

Escuchamos o leemos casos muy hermosos de oraciones acogidas por Dios. Un enfermo que se cura desde las súplicas de familiares y de amigos. Un pecador que se convierte antes de morir gracias a las oraciones de santa Teresa del Niño Jesús y de otras almas buenas. Una victoria "política" a favor de la vida después de superar dificultades que parecían graníticas.

Pero otras veces, miles, millones de personas, sienten que sus peticiones no fueron escuchadas. No consiguen que Dios detenga una ley inicua que permitirá el aborto de miles de hijos. No logran que se supere una fuerte crisis ni que encuentren trabajo tantas personas necesitadas. No llevan a un matrimonio en conflicto a superar sus continuos choques. No alcanzan la salud de un hijo muy querido que muere ante las lágrimas de sus padres, familiares y amigos.

En el Antiguo Testamento encontramos varios relatos de oraciones "no escuchadas". Uno nos presenta al pueblo de Israel antes de una batalla con los filisteos. Tras una primera derrota militar, Israel no sabía qué hacer. Decidieron traer al campamento el Arca de la Alianza. Los filisteos temieron, pero optaron por trabar batalla, y derrotaron a los judíos. Incluso el Arca fue capturada (cf. 1Sam 4,1-11).

Otro relato es el que nos presenta cómo el rey David suplica y ayuna por la vida del niño que ha tenido tras su adulterio con Betsabé. El hijo, tras varios días de enfermedad, muere, como si Dios no hubiera atendido las oraciones del famoso rey de Israel (cf. 2Sam 12,15-23).

El Nuevo Testamento ofrece numerosos relatos de oraciones escuchadas. Cristo actúa con el dedo de Dios, y con sus curaciones y milagros atestigua la llegada del Mesías. Por eso, ante la pregunta de los enviados de Juan el Bautista que desean saber si es o no es el que tenía que llegar, Jesús responde: "Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, se anuncia a los pobres la Buena Nueva; ¡y dichoso aquel que no halle escándalo en mí!" (Lc 7,22-23).

Pero también leemos cómo la oración en el Huerto de los Olivos, en la que el Hijo pide al Padre que le libre del cáliz, parecería no haber sido escuchada (cf. Lc 22,40-46). Jesús experimenta así, en su Humanidad santa, lo que significa desear y pedir algo y no "conseguirlo".

Entonces, ¿hay oraciones que no son escuchadas? ¿Es posible que Jesús nos haya enseñado que si pedimos, conseguiremos (cf. Lc 11,1-13), pero luego vemos que las cosas suceden de una manera muy distinta?

En la carta de Santiago encontramos una pista de respuesta: "Pedís y no recibís porque pedís mal, con la intención de malgastarlo en vuestras pasiones" (Sant 4,3). Esta respuesta, sin embargo, sirve para aquellas peticiones que nacen no de deseos buenos, sino de la avaricia, de la esclavitud de las pasiones. ¿Cómo puede escuchar Dios la oración de quien reza para ganar la lotería para vivir holgadamente y con todos sus caprichos satisfechos?

Pero hay muchos casos en los que pedimos cosas buenas. ¿Por qué una madre y un padre que rezan para que el hijo deje la droga no perciben ningún cambio aparente? ¿Por qué unos niños que rezan un día sí y otro también no logran que sus padres se reconcilien, y tienen que llorar amargamente porque un día se divorcian? ¿Por qué un político bueno y honesto reza por la paz para su patria y ve un día que la conquistan los ejércitos de un tirano opresor?

Las situaciones de “no escucha” ante peticiones buenas son muchísimas. El corazón puede sentir, entonces, una pena profunda, un desánimo intenso, ante el silencio aparente de un Dios que no defiende a los inocentes ni da el castigo adecuado a los culpables.

Hay momentos en los que preguntamos, como el salmista: "¿Se ha agotado para siempre su amor? / ¿Se acabó la Palabra para todas las edades? / ¿Se habrá olvidado Dios de ser clemente, / habrá cerrado de ira sus entrañas?" (Sal 77,9-11).

Sin embargo, el "silencio de Dios" que permite el avance aparente del mal en el mundo, ha sido ya superado por la gran respuesta de la Pascua. Si es verdad que Cristo pasó por la Cruz mientras su Padre guardaba silencio, también es verdad que por su obediencia Cristo fue escuchado y ha vencido a la muerte, al dolor, al mal, al pecado (cf. Heb 5,7-10).

Nos cuesta entrar en ese misterio de la oración "no escuchada". Se trata de confiar hasta el heroísmo, cuando el dolor penetra en lo más hondo del alma porque vemos cómo el sufrimiento hiere nuestra vida o la vida de aquellos seres que más amamos.

En esas ocasiones necesitamos recordar que no hay lágrimas perdidas para el corazón del Padre que sabe lo que es mejor para cada uno de sus hijos. El momento del "silencio de Dios" se convierte, desde la gracia de Cristo, en el momento del sí del creyente que confía más allá de la prueba.

Entonces se produce un milagro quizá mayor que el de una curación muy deseada: el del alma que acepta la Voluntad del Padre y que repite, como Jesús, las palabras que decidieron la salvación del mundo: "no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22,42).
 
P. Fernando Pascual LC









 

lunes, 12 de septiembre de 2016

Extracto de San Alfonso María de Ligorio (Preparación para la muerte)


No dejemos de acudir en todas nuestras necesidades a esta Madre divina, a quien siempre hallamos dispuesta para socorrer al que se lo suplica. Siempre la hallarás pronta a socorrerte, dice Ricardo de San Lorenzo; porque, como afirma Bernardino de Bustos, más desea la Virgen otorgarnos mercedes que nosotros mismos el recibirlas de Ella; de suerte que cuando recurrimos a María la hallamos seguramente llena de misericordia y de gracia.
Y es tan vivo ese deseo de favorecernos y salvarnos –dice San Buenaventura–, que se da por ofendida, no sólo de quien positivamente la injuria, sino también de los que no le piden amparo y protección; y, al contrario, seguramente, salva a cuantos se encomiendan a Ella con firme voluntad de enmendarse, por lo cual la llama el Santo Salud de los que la invocan.
Acudamos, pues, a esta excelsa Madre, y digámosle con San Buenaventura: In te, Domina speravi, non confundar in aeternum!... ¡Oh Madre de Dios, María Santísima, porque en Ti puse mi esperanza, espero que no he de condenarme!
AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Oh María!, a vuestros pies se postra pidiendo clemencia este mísero esclavo del

infierno. Y aunque es cierto que no merezco bien ninguno, Vos sois Madre de misericordia, y la piedad se puede ejercitar con quien no la merece.
El mundo todo os llama esperanza y refugio de los pecadores, de suerte que Vos sois mi refugio y esperanza. Ovejuela extraviada soy; mas para salvar a esta oveja perdida vino del Cielo a la tierra el Verbo Eterno y se hizo vuestro Hijo, y quiere que yo acuda a Vos y que me socorráis con vuestras súplicas. Santa María, Mater Dei, oro pro nobis peccatóribus...
¡Oh excelsa Madre de Dios!, Tú, que ruegas por todos, ora también por mí. Di a tu divino Hijo que soy devoto tuyo y que Tú me proteges. Dile que en Ti puse mis esperanzas. Dile que me perdone, porque me pesa de todas las ofensas que le hice, y que me conceda la gracia de amarle de todo corazón. Dile, en suma, que me quieres salvar, pues Él concede cuanto le pides...
¡Oh María, mi esperanza y consuelo, en Ti confío! Ten piedad de mí. 
Por: P. Fernando Pascual LC | Fuente: Catholic.net 




Muchos católicos piensan su fe cristiana en clave dicotómica. Por un lado, encuentran en ella una espiritualidad bellísima, un mensaje maravilloso, una esperanza y un proyecto para vivir sólo en el amor. Por otro, ven una serie de mandamientos y de "normas" que sienten como una camisa de fuerza o como tijeras que cortan las alas de sus sueños y que impiden vivir según el progreso de la sociedad.

En realidad, los mandamientos que Dios nos ha dado y las normas que la Iglesia nos ofrece no son obstáculos, sino parte misma de la respuesta de amor que nace de la fe en el Evangelio.

Porque ser cristiano no es sólo creer que Dios nos ama, que Cristo nos ofrece la salvación con su entrega en la cruz. Ni es sólo rezar en los momentos de dificultad para pedir ayuda, o en los momentos de alegría para reconocer que los dones vienen de Dios. Ni es sólo entrar en una iglesia para las “grandes ocasiones”: un bautizo, un matrimonio, un funeral...

Ser cristiano es un modo de pensar y de vivir que comprende al hombre en su totalidad. Desde que suena el despertador o alguien nos grita que nos levantemos, hasta el momento de acostarnos, cuando apenas tenemos fuerzas para colocar la camisa en el armario.

Es, por lo tanto, falsa la dicotomía que lleva a muchos a aceptar algunos aspectos espirituales de su fe cristiana y a dejar de lado las exigencias concretas de esa misma fe. Porque la fe en Dios llega a todos los ámbitos de la vida: lo que uno piensa ante el espejo, lo que uno dice en el teléfono, lo que uno hace con el poco o mucho dinero de su cuenta bancaria, lo que uno comenta ante un amigo, lo que uno hace o no hace en el trabajo, lo que uno ve y piensa ante la televisión, lo que uno come o deja de comer.

Sería triste caminar en la vida con la falsa idea de que podemos declararnos católicos sólo porque así lo creemos y lo decimos ante una encuesta pública. Porque un católico lo es de verdad cuando, desde su fe, esperanza y caridad, lucha día a día para poner en práctica el Evangelio y para acoger las enseñanzas que nos vienen del Papa y de los obispos, es decir, de los sucesores de los Apóstoles y defensores del gran tesoro de nuestra fe.

Por eso mismo también es incoherencia y falsificación de la fe cristiana el cumplir escrupulosamente normas y reglas, mandamientos y Derecho canónico, con un corazón frío, con un espíritu fariseo, con faltas enormes al mandamiento del amor.

Las obras valen sólo cuando están sumergidas en una fe profunda y en una caridad auténtica. De lo contrario, caemos en formalismos que poco a poco marchitan el alma y nos llevan a caminar sin la alegría profunda de quien vive en un continuo trato de intimidad con un Dios que nos mira, de verdad, como hijos muy amados.

Hay que superar la esquizofrenia del espíritu que separa la fe y las obras, la piedad y el trabajo, la espiritualidad y el compromiso serio por el Evangelio. No basta decir “Señor, Señor” para ser sarmientos fecundos. Ni sirve para nada hacer mil acrobacias formalistas sin un corazón lleno de amor hacia nuestro Padre de los cielos y hacia cada compañero de camino.

Hoy podemos, con sencillez, con humildad, con la valentía del cristiano, decirle a Cristo: acojo tu Amor, Jesús. Quiero vivir según el Evangelio, quiero escuchar la voz de tus pastores, quiero que la caridad sea la luz que guíe cada uno de mis pasos, en lo grande y en lo pequeño...


domingo, 11 de septiembre de 2016

¿Cuántas veces al día nos miramos a nosotros mismos desde los ojos de Dios?.


Por: Oscar Schmidt | Fuente: www.reinadelcielo.org 




¿Cuántas veces hemos rezado “hágase Tu Voluntad, así en la tierra, como en el Cielo”?. ¿Y hemos realmente entendido el profundo sentido de esta oración hecha por Jesús, Dios hecho Hombre, a Su Padre?.

Quizás hemos escuchado alguna vez que el crecimiento espiritual verdadero pasa por borrar nuestro ego, llegar a la muerte de nuestro yo, vencer a nuestra propia voluntad, reemplazándola por nuestra total entrega a la Voluntad de Dios. Ser instrumentos de Dios en la tierra implica vencer a nuestro propio interés, haciendo que nuestros pensamientos y nuestras acciones estén totalmente inspiradas por la Voluntad Divina, por el deseo de obrar en beneficio del interés de Dios, ya no el nuestro. Sin dudas que esto implica dejar atrás todos los apegos que tenemos al mundo, ya que por allí pasa toda la manifestación de nuestro interés personal.

Cuando uno llega a entender que sólo Dios cuenta, entiende que ni siquiera los afectos más profundos por nuestros seres queridos, pueden ser interpuestos a la realización de la Voluntad de Dios. ¿Por qué?. Porque solo Dios Es, solo Dios cuenta. Todo lo demás debe ser puesto a Su entera disposición, a Su Voluntad, uniendo nuestro querer al querer de Dios, haciendo que nuestro interés personal sea reemplazado por el interés de Dios.

¿Cuántas veces al día nos miramos a nosotros mismos desde los ojos de Dios?. ¿Entendemos que somos hijos, de entera Realeza, del mismo Dios?. Si actuamos haciendo honor a nuestro origen Real, somos verdaderos instrumentos de nuestro Creador, somos una manifestación de Él en la tierra.

Por eso, cuando recemos “hágase Tu Voluntad, así en la tierra como en el Cielo”, entendamos que estamos invitando a nuestro propio interés a desvanecerse, para poder nadar a pleno en el Divino Querer del mismo Dios, para compartir con Él Su Realeza, para ser parte de Su Reino, al unirnos plenamente a Su Voluntad, así en la tierra como en el Cielo.

 

sábado, 10 de septiembre de 2016

Cada día es una oportunidad para que pronunciemos un fiat lleno de amor a Dios.


Por: Ignacio Sarre Guerreiro | Fuente: Catholic.net 




Fiat. Hágase. Con esta palabra Dios creó el mundo, con todas sus maravillas. La tierra y el cielo, los astros, las aguas, las plantas, los animales, el hombre. “Y vio que era bueno” (cf. Gn 1). El hombre canta con el salmista al contemplar la creación: ¡Grandes y admirables son tus obras Señor! Esta primera creación, Dios la realizó sin depender de nadie. Por amor lo quiso así y creó con su libre voluntad.

Al hombre lo creó “a su imagen y semejanza” (Gn 1, 26), y le dio el don de la libertad. Lo hizo capaz de responder ‘sí ’ o ‘no’ a su voz. Y el hombre pecó, se dejó engañar por la serpiente y le volvió la espalda a su Dios. Entonces, de nuevo movido por el amor, Dios emprendió la obra de una nueva creación, una segunda creación: decidió salvar al hombre del pecado. “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único” (Jn 3, 16).

El fiat de María fue la segunda la segunda creación, la obra redentora del hombre, provoca en nosotros un asombro aún mayor que la primera. Porque ahora Dios no quiso actuar por sí solo, aunque podía hacerlo así. Prefirió contar con la colaboración de sus creaturas. Y entre ellas, la primera de la que quiso necesitar fue María. ¡Atrevimiento sublime de Dios que quiso depender de la voluntad de una creatura! El Omnipotente pidió ayuda a su humilde sierva. Al ‘sí’ de Dios, siguió el ‘sí’ de María. Nuestra salvación dependió en este sentido de la respuesta de María.

San Lucas, en el capítulo 1 de su Evangelio, traza algunas características del asentimiento de la Virgen. Un fiat progresivo, en el que el primer paso es la escucha de la palabra. El ángel encontró a María en la disposición necesaria para comunicar su mensaje. En la casa de Nazaret reinaban la paz, el silencio, el trabajo, el amor, en medio de las ocupaciones cotidianas. Después la palabra es acogida: María la interioriza, la hace suya, la guarda en su corazón. Esa palabra, aceptada en lo profundo, se hace vida. Es una donación constante, que no se limita al momento de la Anunciación. Todas las páginas de su vida, las claras y las oscuras, las conocidas y las ocultas, serán un homenaje de amor a Dios: un ‘sí’ pronunciado en Nazaret y sostenido hasta el Calvario. El fiat de María es generoso. No sólo porque lo sostuvo durante toda su vida, sino también por la intensidad de cada momento, por la disponibilidad para hacer lo que Dios le pedía a cada instante.

Como Dios quiso necesitar de María, ha querido contar con la ayuda que nosotros podemos prestarle. Como Dios anhelaba escuchar de sus labios purísimos “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38), Dios quiere que de nuestra boca y de nuestro corazón brote también un ‘sí’ generoso. Del fiat de María dependía la salvación de todos los hombres. Del nuestro, ciertamente no. Pero es verdad que la salvación de muchas almas, la felicidad de muchos hombres está íntimamente ligada a nuestra generosidad.

Cada día es una oportunidad para que nosotros también pronunciemos un fiat lleno de amor a Dios, en las pequeñas y grandes cosas. Siempre decirle que sí, siempre agradarle. El ejemplo de María nos ilumina y nos guía. Nos da la certeza de que aunque a veces sea difícil aceptar la voluntad de Dios, nos llena de felicidad y de paz.

Cuando Dios nos pida algo, no pensemos si nos cuesta o no. Consideremos la dicha de que el Señor nos visita y nos habla. Recordemos que con esta sencilla palabra: fiat, sí, dicha con amor, Dios puede hacer maravillas a través de nosotros, como lo hizo en María.




 



martes, 6 de septiembre de 2016

 

La vida de fe, una gran aventura 
La vida cristiana es una vida apasionante, de retos imposibles que sólo son posibles de lograr con la ayuda de un Dios todopoderoso


Por: Maleni Grider | Fuente: ACC – Agencia de Contenido Católico 



Llámame y te responderé; te mostraré cosas grandes y secretas que tú no conoces.
Jeremías 33:3
Es del dominio público que hay que tener un propósito en la vida, una causa, un proyecto, una pasión, un rumbo específico, a fin de vivir una vida plena, no inútil y sin sentido. De modo que algunos se dedican al arte, otros a la política, otros a deportes extremos, otros a la acción social, otros a la ecología, otros a escribir libros, otros a la familia, etcétera.
Pero hay una clase de personas que han decidido encontrar el propósito divino para su vida, más allá del propósito humano, terrenal. La Biblia, desde su primer libro (el Génesis) está lleno de historias y ejemplos de gente que estuvo en contacto con Dios, bajo diferentes empresas o circunstancias, quienes tuvieron vidas apasionantes, con un propósito eterno cuyo legado persiste hasta nuestros días. El cristianismo es la continuación y culminación de todo ello.
Si bien, en el Antiguo Testamento, todavía Cristo no estaba presente, el plan de Dios ya estaba trazado desde el principio, y fue anunciado a la humanidad a través de los profetas (mayores y menores) de las Escrituras. El Espíritu Santo ya coexistía con el Padre y con el Hijo en las regiones celestes, como una Trinidad.


Adán, Noé, Moisés, Abraham, Josué, David, Salomón, Daniel, Ruth, Isaías, Jeremías, Ezequiel, Juan el Bautista, Pedro, Pablo, Juan, María y José, María Magdalena, etcétera, son personajes cuyas historias nos impactan cuando leemos la Biblia. En general, la gente que no conoce las Escrituras ni la vida cristiana, piensa que es un libro simplemente histórico, referencial, genealógico y doctrinal. La Biblia es todo eso y más, pero mucho más allá de todo eso la Biblia es la fuente principal de revelación de Dios al hombre, junto con el Espíritu Santo que nos enseña todas las cosas.
La vida cristiana es una vida apasionante, de retos imposibles que sólo son posibles de lograr con la ayuda de un Dios todopoderoso, cuyo amor es inconmensurable, quien entregó lo que más amaba: a su Hijo unigénito, para darnos redención. La vida cristiana para muchos puede parecer absurda, o pueden tener una idea de que la santidad es algo aburrido, una pérdida de tiempo o algo fanático, irracional y fantasioso.
Pero la vida de santidad es una vida llena de exigencias y retos cada día, en donde negarnos a nosotros mismos, a los deseos de la carne y la renuncia al pecado son la meta y la prioridad, a fin de poder permanecer en comunión con el Creador, y con Jesús, nuestro Maestro y Salvador, quien nos dijo que permaneciéramos junto a Él pues lejos de Él nada podemos hacer. La vida cristiana tiene como propósito el amor, la expansión del evangelio, el establecimiento de la paz, la restauración de vidas perdidas, la sanidad de los enfermos, la reconstrucción de familias, la salvación de las almas, la justicia divina en la tierra, la vida de plenitud. No sé si pueda existir algo más importante que eso.
Puede parecer una utopía bajo la opinión y la visión social. Pero es una realidad tan clara para quienes la vivimos, que sólo puede explicarse como una vida sobrenatural, de total dependencia en Dios. La humildad, la renuncia a los placeres del mundo, el sacrificio y el servicio a los demás son el propósito medular de los creyentes verdaderos, aquellos que lo han dejado todo para tomar la cruz y seguir a Cristo.
Hay gozo, pasión, plenitud, milagros, pero también hay dolor, sacrificio, persecución en la vida cristiana. Sin embargo, ésta es una vida llena de sentido porque nos transforma de manera individual, primeramente. Y luego nos lleva al servicio a los demás, a dar nuestra vida no sólo por una meta personal y egoísta, sino por una causa comunitaria, compasiva, constructiva, donde el amor es el motor y el amor es algo que provoca milagros inimaginables.
Una vez escuché a alguien decir que aún en el supuesto de que el cristianismo fuera un “cuento”, como muchos creen, no se imaginaba poder tener una vida mejor o más plena que seguir a Jesucristo. Yo apenas comenzaba a andar en este camino. Treinta y tres años después puedo decir que tenía toda la razón: la vida cristiana es una vida que vale la pena vivir, y no puede haber otra más intensa, llena de sentido y fruto que ésta.

domingo, 4 de septiembre de 2016

 

María, compendió del Evangelio
María crecía en paz, en armonía, en gozo por las cosas de Dios. Tener esa actitud para entender las cosas de la vida.


Por: P Juan J. Ferrán | Fuente: Catholc.net 



Admiramos en esta meditación a María, la mujer perfecta, la primera cristiana, el primer fruto de la redención de Cristo. En Ella el Padre Celestial plasmó su pensamiento de lo que Él quería del ser humano. Por eso, todos tenemos el orgullo y la satisfacción de contemplar en María lo mejor de la humanidad. En Ella se unen la mujer perfecta en esta tierra, no exenta de luchas, de sacrificios, de cruz, con la mujer salvada y celestial, que tiene ya su corazón en el cielo y nos adelanta esa otra vida de los bienaventurados.

Admiramos en María, por los datos evangélicos de que disponemos, su pureza virginal, su humildad profunda, su sentido exquisito de la Voluntad de Dios, su fe y confianza plenas en Dios, su fortaleza ante el dolor, su caridad sin límites, su condición de mujer de oración, su espíritu de servicio silencioso, su sencillez de vida, su desapego de las cosas materiales, su amor entrañable por su Hijo, su ejemplo de mujer, de madre y de esposa, y otras muchas cosas.

En María se realiza de una forma perfecta el plan de Dios sobre el ser humano en esta vida. María es una criatura salida de las manos de Dios. A Ella se dirige Dios, respetando su libertad, para pedirle que colabore en su Plan de salvación para la humanidad caída. María le dice SÍ a Dios. A partir de ese momento se empieza a realizar la obra de la redención, encarnándose Cristo en su seno virginal. Son muchas cosas las que María nos puede enseñar para esta vida cristiana nuestra de todos los días. Sólo vamos a escoger algunas.

María, ejemplo de obediencia a Dios. Por el diálogo entre María y el Ángel se deduce que la propuesta de Dios a María chocaba frontalmente con los planes de María misma sobre su vida. Sin embargo, nada más escuchar María el plan de Dios y resolver cómo se realizaría aquel plan, Ella se entrega con aquellas palabras maravillosa que debieron conmover el mismo Corazón de Dios: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu Palabra".(Lc 1, 38). El pecado por excelencia del ser humano ha sido siempre la soberbia contra Dios. Así fue en líneas generales la historia del pueblo elegido. Por fin una criatura, en nombre de toda la humanidad, le dice a Dios SÍ. Esa palabra que todos deberíamos usar ante los planes de Dios para nuestra vida, aunque no los entendamos.

María, ejemplo de oración. Varias veces a lo largo de su vida, los Evangelistas nos dicen aquella expresión: "María conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón" (Lc 2, 51). Era en la oración, en el silencio, en la reflexión en donde María crecía en paz, en armonía, en gozo por las cosas de Dios. Una actitud muy importante para quien quiera entender la vida y las cosas de la vida. No pensemos que María vivió permanentemente en un estado de comprensión normal de las cosas. Tal vez no nos imaginamos que significó para Ella escuchar aquellas palabras: "¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?" (Lc 2,49) o aquellas otras: "Y a ti misma una espada te atravesará el alma" (Lc 2, 35). Sin la oración también es difícil que nosotros entendamos la vida, el mundo, los acontecimientos.

María, ejemplo de sencillez de vida y de desapego de las cosas materiales. Impresiona, sobre todo con una mentalidad de hoy, el ver a María camino de la montaña para ayudar a su prima Isabel que estaba embarazada, el ver a María misma camino de Belén con Dios en su seno, o el contemplar su presencia siempre en segunda línea durante la vida de Cristo. Y era la Madre de Dios. Tal fue su sencillez que, cuando Cristo empezó a realizar milagros y a convertirse en un personaje famoso, los conciudadanos se extrañaban que sus padres fueran María y José. (Qué lección para la vanidad humana tan necesitada de reconocimientos, de títulos, de primeras filas! María jamás reclamó nada para sí. Cuando intervino fue para ayudar a otros, como en las bodas de Caná (Jn 2, 1-11).

María, ejemplo de mujer, madre y esposa. Es tan bello contemplar a María en estas facetas que tal vez tendríamos que dejar que la imaginación corriera por aquel hogar de Nazaret, en donde todo era paz, armonía, gozo, servicio. Y era un hogar difícil, porque allí todo estaba al revés: el Hijo, en teoría el más pequeño, era ni más ni menos Dios. José, el padre de familia, en teoría el jefe de aquel hogar, era en realidad inferior en santidad a Jesús y a María. Y ¿María?, allí en el medio, siendo una mujer cabal, equilibrada, serena, digna; siendo una esposa ejemplar, atenta, bondadosa, servicial; siendo una madre entregada, cariñosa, exigente, comprensiva, amorosa. Un ejemplo muy moderno para la mujer de hoy que se debate entre tantas dudas y dificultades.

Pero María también tenía ya su Corazón en el cielo. Es el ejemplo del ser humano que vive en este mundo, pero no se siente de este mundo, porque su verdadera patria está más allá, junto a Dios. Llena de gracia, María es la primera salvada, es el primer fruto de la redención de Cristo. Su tránsito de esta vida al Padre fue una mera circunstancia. Ella ya vivía en la presencia de Dios. Vamos a ver algunos aspectos de esta María ya salvada, ya con el corazón en el cielo, ya teniendo a Dios para siempre.

María era una mujer llena de gracia. Así se lo dijo el Ángel al saludarla: "Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo" (Lc 1,28). Para Ella, desde su infancia la amistad con Dios constituía lo más bello, lo más deseado, lo más defendido, lo más soñado que le podía acontecer. Dios era todo para Ella. Esta es la realidad del salvado. Dios lo será todo para nosotros, cuando lo veamos cara a cara. Pero en esta vida, María debe ser un ejemplo de nuestra amistad con Dios, amistad que no puede estar hipotecada, amistad que hay que defender y conservar, amistad que hay que tener por encima de lo que sea. Sería sólo un pre-anuncio de nuestra vida en Cristo por toda la eternidad.

María era una mujer alegre. La alegría es la virtud de los resucitados, de los que tienen a Dios, de los que han puesto su corazón en el cielo. Vemos esta alegría en María Magdalena cuando descubre al Resucitado, en los discípulos de Emaús cuando reconocen a Cristo en la fracción del pan, en los apóstoles cuando Cristo resucitado se les presenta en el Cenáculo. La alegría no puede abandonar nunca a quien cree en Dios. Y éste debería ser el rostro de nosotros los cristianos que ya vivimos de alguna forma nuestra fe en la resurrección. Por el contrario, la tristeza, como vivencia habitual y permanente, no entra nunca, pase lo que pase, en la vida de quien cree en Cristo.

María era una mujer con el corazón en el cielo. María veía todo a través del cielo. ¿Qué importancia tenían el sufrimiento, las carencias, las luchas, los sacrificios, los esfuerzos, las renuncias, los momentos difíciles, cuando todo eso se ve desde el cielo? Ninguna. Todo es parte de ese camino hacia el cielo, ese camino estrecho que tanto asusta al ser humano, que conduce a Dios. Ella ha sido nuestra precursora en este camino, dándonos ejemplo. Sigamos a María en esta vida que sin duda es para todos Aun valle de lágrimas@, pero tengamos siempre el corazón arriba, junto a Dios, con espíritu de resucitados.

Dios nos ha dado a María como Madre, Abogada, Intercesora, Mediadora, Amiga y Compañera. En la espiritualidad cristiana debe haber un gran sitio para María en el corazón de cada cristiano. De lo contrario nuestra espiritualidad estaría incompleta, sería muy pobre. Podríamos proponer algunos caminos o medios de espiritualidad mariana para nuestro corazón de cristianos.

El amor tierno y filial a María. María debe convertirse en la vida de un cristiano en objeto de ternura, de cariño, de afecto. A María hay que quererla como se quiere a una madre. Lejos de nuestra espiritualidad una actitud seca, austera, distante, fría hacia quien nos ama tanto, hacia quien aboga tanto por nosotros ante Dios, ante quien tanto nos cuida, ante quien vigila nuestros pasos para que no caigamos en el mal. De ahí la necesidad de tener con María momentos de encuentro, diálogos cordiales, intimidad y confianza. No puede pasar un día en nuestra vida que no nos dirijamos a Ella con la sencillez de un niño a contarle a nuestra Madre del Cielo nuestros problemas, nuestras alegrías, nuestras luchas, nuestros planes.

Pero la devoción a María no debe quedarse sólo en un afecto y amor, porque entonces se empobrecería. Debe convertirse en imitación de sus virtudes. Para nosotros María es la obra perfecta de Dios y en Ella resaltan con luz muy especial todos aquellos aspectos de una vida que agradan a Dios. Aunque nunca seremos tan perfectos como Ella, sin embargo podemos seguir sus pasos para llegar a Cristo a través de María. Su mayor deseo es que amemos a su Hijo, que seamos como Él, que vivamos su Evangelio. (Qué María sea nuestra guía en este camino!

Y no olvidemos esas formas de oración particular centradas en María como pueden ser el Santo Rosario. Una devoción que hay que llegar a gustar y gozar, metiendo el corazón en cada Avemaría, en cada invocación, en cada recuerdo de María. En casa en familia, ante el Santísimo, en los viajes, el rosario debe ser nuestro acompañante.

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