domingo, 29 de mayo de 2016

María, la Virgen del amor misericordioso
Ese gran amor de esposa, de madre, de amiga que se respiraba en torno suyo, estaba entretejido con mil y un detalles.

Autor: P. Marcelino de Andrés LC | Fuente: Catholic.net

Entre los muchos títulos con los que nos referimos a María está el de Madre del Amor misericordioso. Es la Madre de Cristo, la Madre de Dios. Y Dios es amor. Dios quiso, sin duda, escogerse una Madre adornada especialmente de la cualidad o virtud que a Él lo define. Por eso María debió vivir la virtud del amor, de la caridad en grado elevadísimo. Fue, ciertamente, uno de sus principales distintivos. Es más, Ella ha sido la única creatura capaz de un amor perfecto y puro, sin sombra de egoísmo o desorden. Porque sólo Ella ha sido inmaculada; y por eso sólo Ella ha sido capaz de amar a Dios, su Hijo, como Él merecía y quería ser amado.

Fue ese amor suyo un amor concreto y real. El amor no son palabras bonitas. Son obras. "El amor es el hecho mismo de amar”, dirá San Agustín. La caridad no son buenos deseos. Es entrega desinteresada a los demás. Y eso es precisamente lo que encontramos en la vida de la Santísima Virgen: un amor auténtico, traducido en donación de sí a Dios y a los demás.

María irradiaba amor por los cuatro costados y a varios kilómetros a la redonda. La casa de la sagrada familia debía estar impregnada de caridad. Como también su barrio, el pueblo entero e incluso gran parte de la comarca... Las hondas expansivas del amor, cuando es real, se difunden prodigiosamente con longitudes insospechadas.

El amor de la Virgen en la casa de Nazaret, como en las otras donde vivió, haría que allí oliese de verdad a cielo. Ese gran amor de esposa, de madre, de amiga que se respiraba en torno suyo, estaba entretejido con mil y un detalles.

Con qué sonrisa y ternura abriría la Santísima Virgen cada nuevo día de José y del niño con su puntual y acogedor "buenos días”; y de igual modo lo cerraría con un "buenas noches” cargado de solicitud y cariño. Cuántas agradables sorpresas y regalos aguardaban al Niño Dios detrás de cada "feliz cumpleaños” seguido del beso y abrazo de su Madre.

Cómo sabía Ella preparar los guisos que más le agradaban a José; y aquellos otros que le encantaban al niño Jesús. Qué bien se le daba a Ella eso de tener siempre limpia y arreglada la ropa de los dos hombres de la casa. Con cuánta atención y paciencia escucharía las peripecias infantiles que le contaba Jesús tras sus incansables aventuras con sus amigos; y también los éxitos e infortunios de la jornada carpintera de José. Cuántas veces se habrá apresurado María en terminar las labores de la casa para llevarle un refrigerio a su esposo y echarle una mano en el trabajo.

Era el amor lo que transformaba en sublimes cada uno de esos actos aparentemente normales y banales. Donde hay amor lo más normal se hace extraordinario y no existe lo banal. En María ninguna caricia era superficial o mecánica, ningún abrazo cansado o distraído, ningún beso de repertorio, ninguna sonrisa postiza.

"En Ella -afirma San Bernardo- no hay nada de severo, nada de terrible; todo es dulzura”. Todo lo que hacía estaba impregnado de aquella viveza del amor que nunca se marchita.

¡Qué mujer tan encantadora la Virgen! ¡Qué madre tan cariñosa y solícita! ¡Qué ama de casa tan atenta y maravillosa!

No sería tampoco difícil encontrar a María en casa de alguna vecina. Hoy en la de una, más tarde o mañana en la de otra. Porque a la una le han llovido muchos huéspedes y la Virgen intuye que allí será bienvenida una ayudita en el servicio. Porque la otra está enferma en cama y, con cinco chiquillos sueltos, la casa necesita no una sino dos manos femeninas que pongan un poco de orden. Porque a la de más allá le llegó momento de dar a luz y la Virgen quería estarle cerca y hacerle más llevadero ese trance que para Ella, en su momento y por las circunstancias, fue bastante difícil.

Y todo eso lo adivinaba e intuía Ella y se adelantaba a ofrecerse sin que nadie le dijera o pidiera nada. ¡Qué corazón tan atento el suyo!

En fin, que no era raro el día en que la Virgen prepararía y serviría no una sino dos o más comidas. No era desusual que además de ordenar y limpiar en su casa, lo hiciese en alguna otra de la vecindad. Como no era tampoco extraño comprobar que entre la ropa que Ella dejaba como nueva en el lavadero del pueblo, había prendas demás; y a veces muchas...

Ni siquiera debió ser insólito sorprender a María consolando y aconsejando a una coterránea que había reñido con su esposo; o visitando y atendiendo, en las afueras de la aldea, a los indeseables leprosos; o dando limosna a los pobres, aun a costa de estrechar un poco más la ya apretada situación económica de su hogar.

Todo eso lo aprendió y practicó María desde niña. La Virgen estaba habituada a preocuparse de las necesidades de los demás y a ofrecerse voluntariosa para remediarlas. Sólo así se comprende la presteza con la que salió de casa para visitar a su prima Isabel, apenas supo que estaba encinta e intuyó que necesitaba sus servicios y ayuda.

Su exquisita sensibilidad estaba al servicio del amor. Da la impresión de que llegaba a sentir como en carne propia los aprietos y apuros de todos aquellos que convivían junto Ella. Por eso no es de extrañar que en la boda aquella de Caná, mientras colaboraba con el servicio, percibiera enseguida la angustia de los anfitriones porque se había terminado el vino. De inmediato puso su amor en acto para remediar la bochornosa situación. Ella sabía quién asistía también al banquete. Tenía muy claro quién podía poner solución al asunto. Ni corta ni perezosa, pidió a Jesús, su Hijo, que hiciera un milagro. Y, aunque Él pareció resistirse al inicio, no pudo ante aquella mirada de ternura y cariño de su Madre. El amor de María precipitó la hora de Cristo.

El amor de María no conoció límites y traspasó las fronteras de lo comprensible. Ella perdonó y olvidó las ofensas recibidas, aun teniendo (humanamente hablando) motivos más que suficientes para odiar y guardar rencor. Perdonó y olvidó la maldad y crueldad de Herodes que quiso dar muerte a su pequeñín. Perdonó y olvidó las malas lenguas que la maldecían y calumniaban a causa de su Hijo. Perdonó y olvidó a los íntimos del Maestro tras el abandono traidor la noche del prendimiento. Perdonó y olvidó, en sintonía con el corazón de Jesús, a los que el viernes Santo crucificaron al que era el fruto de sus entrañas. Y también hoy sigue perdonando y olvidando a todos los que pecando continuamos ultrajando a su divino Jesús.

¡Cuánto tenemos nosotros que imitar a nuestra Madre! Porque pensamos mucho más en nosotros mismos que en el vecino. A nosotros nos cuesta mucho estar atentos a las necesidades de los demás y echarles una mano para remediarlas. Nosotros no estamos siempre dispuestos a escuchar con paciencia a todo el que quiere decirnos algo. Nosotros distinguimos muy bien lo que "en justicia” nos toca hacer y lo que le toca al prójimo, y rara vez arrimamos el hombro para hacer más llevadera la carga de los que caminan a nuestro lado. Nosotros en vez de amor, muchas veces irradiamos egoísmo. En vez de afecto y ternura traspiramos indiferencia y frialdad. En vez de comprensión y perdón, nuestros ojos y corazón despiden rencor y deseo de venganza. ¡Qué diferentes a veces de nuestra Madre del cielo!

María, la Virgen del amor, puede llenar de ese amor verdadero nuestro corazón para que sea más semejante al suyo y al de su Hijo Jesucristo. Pidámoselo.

sábado, 28 de mayo de 2016


Jacques Philippe: «Huimos de la oración porque tenemos miedo de encontrarnos a nosotros mismos»

17 de may de 2016
Ni la sensibilidad ni la inteligencia son la base de la relación con Dios: es la fe, es decirle “Señor, no siento gran cosa y me gustaría comprenderlo todo, pero creo aún así con todo mi corazón que estás aquí”.
Jacques Philippe: «Huimos de la oración porque tenemos miedo de encontrarnos a nosotros mismos»Jacques Philippe es uno de los grandes escritores de espiritualidad de nuestro tiempo. Millones de personas se han beneficiado de libros como La paz interior o Tiempo para Dios escritos por este sacerdote de la Comunidad de las Bienaventuranzas. La oración y la relación con Dios son los grandes temas de su espiritualidad. El diario El Prisma le entrevista sobre la importancia de la oración para los cristianos:

 -Hablar de rezar hoy en día parece algo anticuado.
Sí, hoy dar la prioridad a Dios exige mucho coraje, pero es una lección muy importante y fecunda. Aunque tal vez no se vea, mucha gente siente hoy esta llamada del Espíritu a la oración, y cuando uno entra en este camino –un camino de fidelidad y no siempre fácil-, las consecuencias son muy positivas.

-¿Qué tipo de consecuencias?
Me refiero a los frutos tanto individuales como para la comunidad. Estos frutos son lo que nos permite decir que la oración no es algo puramente psicológico, porque tiene consecuencias. Si permanecemos fieles a la oración, poco a poco nos volvemos más apacibles, más delicados, más atentos a los demás: comunicamos la paz de Dios. Luego están los santos, que gracias a la oración han logrado hacer grandes obras de amor impensables en un principio.

-¿Es orar lo que se lo ha permitido?
Nos lo permite a todos. Para vivir una vida cristiana que no sea simplemente una adhesión a una doctrina o seguir unas normas morales, es necesaria una relación de corazón con Dios. Vivimos en un mundo que presenta desafíos ante los que la simple sabiduría humana no basta: necesitamos una fuerza interior que solo podemos encontrar en el Señor. Y para eso es imprescindible conocer las actitudes esenciales que están en la base de toda buena oración.

-¿Qué es una “buena oración”?
No es una cuestión de técnicas: una oración buena es la que nos hace encontrar a Dios y poco a poco nos transforma interiormente. Las actitudes esenciales que te decía son tres: la oración ha de ser un acto de fe, de esperanza y de amor.

-Empecemos por el principio entonces, ¿acaso ponerse a rezar no es ya en sí un acto de fe?
Sí, uno muy simple pero muy importante porque te pone en contacto con Dios. Con el mero hecho de rezar uno está manifestando varias cosas: “Creo que Dios existe”, “Creo que me ama y se interesa por mí” y “Creo que vale la pena consagrarle unos minutos”.

-Una vez hecho este primer contacto, ¿qué siente?
Bueno, es cierto que gracias a la oración uno puede llegar a sentir –a percibir sensiblemente- la presencia de Dios, su ternura y su alegría. No pasa siempre pero es algo bonito cuando ocurre, porque Él no es un ser lejano, sino alguien que viene a mí, que me toca. Aunque la oración no es desde luego una mera experiencia sensorial, también es cierto que muchas veces despreciamos los sentimientos y nos quedamos en un plano más frío, más intelectual.

-¿También se puede contactar con Dios por esta vía?
Sí, a veces el Señor viene a nosotros desde la inteligencia, nos da luces: nos permite comprender de una forma nueva algún aspecto de nuestra fe o responde alguna duda delicada que tengamos. Pero lo que digo es que hay que tener claro que la oración como acto de fe no se basa ni en los sentimientos ni en el intelecto.

-¿Entonces en qué?
Hay momentos en los que buscamos sinceramente a Dios, llenos de buena voluntad, pero en los que somos como un trozo de madera en el plano sensible y en el intelectual estamos a tientas en la oscuridad, rodeados de cosas que nos sobrepasan. A veces Dios no responde todas las preguntas: desde luego, no encontraremos cada día bajo la puerta una nota con indicaciones suyas. A lo que me refiero es a que en toda vida cristiana hay momentos de mucha luz y momentos de sequía, momentos pobres en los que corremos el riesgo de desanimarnos ante las experiencias exuberantes de otros. Podemos inquietarnos, pero en estos momentos recordemos siempre una cosa.

-¿Qué cosa?
Que ni la sensibilidad ni la inteligencia son la base de la relación con Dios: es la fe, es decirle “Señor, no siento gran cosa y me gustaría comprenderlo todo, pero creo aún así con todo mi corazón que estás aquí”. Por eso es importante perseverar en la fe, porque cuando estás en esta actitud Él trabaja en ti aunque sea de manera secreta o profunda: con el tiempo verás los frutos.

-Hablabas también de que la oración ha de ser un acto de esperanza, ¿en qué sentido?
Si rezo es porque sé que tengo necesidad de Dios, espero de Él la salvación que no puedo darme solo, espero de Él su gracia, su amor y su misericordia. Rezar es reconocernos humildes, darnos cuenta de que no somos autosuficientes: es un acto de esperanza simple pero precioso y lleno de valor. Esto es importante porque paradójicamente, la oración a veces es un camino de pobreza.

-¿A qué se refiere?
En primer lugar, a que la oración no tiene una técnica infalible: las mismas acciones no dan siempre los mismos resultados como al conducir, por ejemplo, sino que veces recibes consolaciones que no has pedido o buscas y no encuentras. Esto es así porque en la oración siempre dependemos de Dios, y a Él no podemos controlarle. También es un camino de pobreza porque la oración, que es fantástica, tiene un pequeño problema.

-¿Cuál es?
Que cuanto más entramos en la luz de Dios, más vemos nuestra miseria, nuestros límites, nuestra dureza de corazón. Es como las ventanas de casa: cuando afuera está oscuro parece que estén limpísimas, pero a la que el sol pasa a través de ellas ves que lo que creías impoluto está lleno de suciedad: pasa lo mismo con la oración. No es algo agradable, pero es bueno para ser humildes, porque sólo cuando conocemos una enfermedad podemos curarla.

-Pero entonces la oración se vuelve incómoda, ¿no?
En esos momentos en que la oración no es un momento de intimidad maravillosa con Jesús es cuando nuestra pobreza humana se manifiesta más claramente. Aparece todo lo malo que hay en mi vida, y por eso mucha gente tiene miedo de la oración, miedo del silencio, de la soledad: tenemos miedo a encontrarnos a nosotros mismos. Ahí es cuando la práctica de la esperanza es importante.

-¿Cómo se practica la esperanza?
Muy simple: te pones delante de Él y le dices: “Señor, estoy ante ti como un pobre, veo todos mis pecados y mi fragilidad, pero no es un problema porque Tú eres mi esperanza. Es de ti que espero mi salvación, Señor: es de ti que espero la gracia que podrá curarme, purificarme y transformarme”. Esto es un acto de esperanza: un acto de humildad en el que dejas de hacerte el interesante, reconoces tus límites y los aceptas poniendo tu confianza en Dios. Dejas que Él sea tu roca.

-No parece sencillo…
Se cuenta que al rey San Luis, Jesús le dijo: “¿Querrías rezar como un santo? Te invito a rezar como un pobre”. Si entramos en esta actitud de humildad y esperanza, rápidamente Dios vendrá a consolarnos y nos dará la paz. A veces tarda un poco, pero Dios es fiel: como dice la Santa Escritura, “un pobre ha gritado y Dios escucha”. Es algo que vemos muy a menudo en la Biblia: la oración que Dios escucha –la que toca Su corazón y transforma a quien la realiza- no es la del fariseo, sino la del pobre que grita al Señor desde lo profundo, como el publicano arrodillado al fondo del templo. Es la potencia que hay en la esperanza: si esperamos todo de Dios, aunque tengamos que pasar por la puerta estrecha, Él nos lo dará todo, porque es fiel siempre.

-Entonces, ¿Dios lo hace todo? ¿Dónde queda el hacer del hombre entonces?
No hablo de una espera pasiva: todo lo que dependa de mí, lo hago, evidentemente, pero soy fiel a la oración. Grito al Señor “día y noche”, como dice la Biblia, no con un sentimiento vago sino con un compromiso fiel.

-El tercer punto que mencionabas era la oración como acto de amor.
Sí, pero no un amor romántico o sensible, sino un amor verdadero a Dios: cuando rezo quiero ponerle en el centro de mi corazón y darle tiempo. Dar a Dios cada día media hora –en tanto que el tiempo, desde luego, es importante porque es nuestra vida- es un auténtico acto de amor.

-Pero no todo el mundo tiene media hora al día para dar a Dios…
Lo que está claro es que la oración requiere tomar un tiempo, y cuanto más mejor, pero es cierto lo que dices. Para la gente que está en el mundo, ocurre que hay gracias muy especiales: si es todo lo que puedes dar, con solo 10 o 15 minutos al día puedes recibir más gracias que una monja carmelita que reza tres horas, porque Dios conoce la condición de vida de cada uno. Se trata de reservar un momento del día y consagrarlo a Dios.

-Dice que orar es un acto de amor pero también que la oración se produce en sequía muchas veces, ¿cómo es posible juntar estos dos extremos?
Porque aunque se rece en sequedad, el deseo de amar sigue en el centro de toda oración, le da todo su valor y atrae el amor de Dios. Pero la oración no es sólo un acto de amor al Padre, también al prójimo, aunque muchas veces ni lo pensemos. Poder rezar los unos por los otros es un consuelo mucho mayor de lo que podemos imaginar.

-¿En qué sentido?
En que nos ayuda con el mayor sufrimiento que puede haber en la vida: ver sufrir a alguien amado y no poder hacer nada por él. Ante esta impotencia, siempre nos queda la oración: no es una varita mágica pero cuando rezo por alguien sé que Dios escucha mi oración y que –aunque no sé cuándo ni cómo, pues el tiempo de Dios es misterioso- le ayudará. La oración, además, también ayuda al prójimo aunque no recemos explícitamente por él.

-¿Por qué?
Porque la oración nos transforma, dulcifica nuestro corazón: si soy fiel a la oración, me vuelvo más humilde, más dulce, más misericordioso, más atento a no juzgar –porque me doy cuenta de mi propia miseria-. Esto es un gran regalo para los que estén a mi alrededor. El corazón se tranquiliza y poco a poco uno se ve profundamente atraído por el misterio del amor de Dios: no hablo de cambios extraordinarios o extraños, sino que de forma simple toda nuestra vida se unifica hacia Él. Y esto es porque es importante reconocer que en esta relación quien ama primero es Dios.

-¿Y el hombre?
Responde. Es importante dar mi amor a Dios, pero lo es incluso más acoger su amor, es una actitud fundamental. Es creer que Dios te mira con una mirada de amor tal que no importan ni tu indignidad ni tu pobreza. Por eso no hay que salir de haber hecho, pongamos por caso, una hora de oración en la que no has estado al 100% diciendo “lo he hecho mal, he estado muy distraído, no he podido rezar bien…”.

-Pero esta sería la reacción lógica, ¿no?
Sí, pero es caer en el orgullo. Lo que has de decirle a Dios en una situación así es “Señor, por mi parte esta hora que he pasado delante de Ti ha sido lamentable, pero a pesar de que yo estaba lejos, sé que Tú sí estabas ahí. Que aunque durante esta hora yo no haya hecho nada, Tú sí: me has mirado y me has amado. Gracias”. Siempre hay que salir contento de la oración, y es algo que han tenido que aprender incluso los santos, ya lo decía Santa Teresa de Jesús.

-¿Qué decía?
Ella cuenta que le costaba mucho la oración, que se sentía seca y se dormía, pero lo interesante es cómo reaccionaba. No se culpabilizaba, sino que decía: “Debería entristecerme, pero no lo hago porque pienso que los niños agradan tanto a sus padres cuando duermen como cuando están despiertos, y que los médicos duermen a sus pacientes antes de operarles… El Señor se acuerda de que no somos más que polvo”. Esto, que tiene un toque humorístico, también esconde una gran reflexión. ¿Por qué anestesia un cirujano a su paciente?

-Para que no sufra durante la operación.
Sí, pero también para poder trabajar tranquilo. Hay etapas en nuestra vida llenos de pobreza e impotencia en los que todo nos sobrepasa y lo único que queda es abandonarnos, dejarnos caer en los brazos del Padre. Estos son los momentos que usa Dios para sus operaciones más profundas y más positivas, aunque no veamos los frutos hasta más tarde. No podemos dudar de la fidelidad de Dios, de su misericordia.

-Pero hay momentos en los que a pesar de eso, uno puede dudar de Dios, ¿cuál es la causa, según usted? ¿El pecado?
No creo que el pecado nos aleje siempre de la oración, sino que muchas veces es al contrario: nos obliga a rezar. Dios se sirve de todo: ¿cuál dirías que es el pecado más grave?

No lo sé…
Yo creo que es la incredulidad, la desesperanza, la falta de confianza en Dios. No es el hecho de ser pecador lo que me separa de Dios: si yo lloro mi pecado y me tiro a los brazos de Dios, lo que era un pecado se convierte en una gracia. Cuanto más pecador soy, más tengo que rezar. El demonio es muy inteligente: a veces caemos en una falta y nos dice “no reces, escóndete, no puedes presentarte así ante Dios, eres demasiado horrible”. Y precisamente por eso hemos de rezar, ¿dónde voy a curarme si no en los brazos de Dios?

-Por último, yendo a lo práctico, ¿cuál es la mejor manera de rezar?
Lo mejor es estar ante Dios tranquilamente, simplemente nutriendo nuestra mirada de amor a Él, como un pájaro que vuela y de vez en cuando aletea un poco. Es una oración muy simple, en la que de vez en cuando relanzamos la atención a Dios. El problema es que muchas veces no estamos así: nos distraemos, se nos va la mente…

-¿Y en estos casos qué recomiendas?
En estos momentos son necesarios métodos para enfocar nuestra atención, como oraciones recitadas, hablar directamente con el Padre o el Hijo o usar el Evangelio. El método tradicional de la Iglesia desde siempre es partir de la Palabra de Dios para iluminar la oración. Sea para ver qué me dice la palabra o para pedir que Él me ayude a ponerla en práctica.

-O sea, una meditación.
Sí, también la meditación es un método tradicional, pero hay que saber dejarla a tiempo: no consiste en pensar mucho, sino en ponerse en buena disposición ante Dios. Si al meditar un poco sobre el texto, hay algo que te toca especialmente o te llega profundamente, quédate en eso: tal vez repetirlo varias veces o dar vueltas sobre ese punto. Hay un versículo en la Escritura que he leído cien veces pero de vez en cuando me toca especialmente: “El Señor es mi pastor”. Él es mi pastor, yo su oveja, no me hace falta preocuparme… y esto me hace entrar en una disposición adecuada del corazón: esta es la fuerza de la Palabra, que cuando la acogemos en el corazón nos suscita una actitud de apertura y de amor a veces muy rica. Esta puede ser una muy buena base.

-¿Son recomendables las oraciones recitadas como el rosario, por ejemplo?
Formas más simples de oración como el rosario, que es una oración repetitiva pero que tiene un ritmo, que nos tranquiliza, nos pueden ayudar también. En mi caso, cuando no logro recogerme y centrarme o estoy muy cansado como para leer cualquier cosa, a veces cojo el rosario, me confío a la Virgen y lo voy recitando. Me doy cuenta de que mi corazón se tranquiliza, que a lo mejor estoy distraído con la cabeza, pero no es importante, porque gracias a esta repetición la presencia de María tranquiliza mi espíritu y me pone en presencia del Señor.

-¿Alguna conclusión final?
De lo que se trata es que cada vez sea menos una oración de pensamiento, de cabeza, y cada vez más una oración de corazón, que se abra a Dios, en una apertura y abandono que hace que la oración sea profunda.
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viernes, 27 de mayo de 2016

¡Esto es mi cuerpo, esta es mi sangre!
Señor... ¡haznos dóciles siempre a tu amor pero especialmente en este hermosísimo día de Corpus Christi! 

Autor: Ma Esther De Ariño | Fuente: Catholic.net

Una vez más ante ti, Señor.

Hoy es un día grande para ti, para nosotros, para tu Iglesia. Es la solemnidad donde se exalta y glorifica la presencia de tu Cuerpo, tu Sangre y tu Divinidad en el Sacramento de la Eucaristía.

¡HOY ES CORPUS CHRISTI !

Tu Cuerpo, tu Sangre.... y tu Divinidad. ¿Qué te podemos decir, Señor? Tan solo caer de rodillas y decirte: - ¡Creo en ti, Señor, pero aumenta mi fe!

Tu lo sabes todo, mi Dios, mi Jesús, y sabías cuando te quedaste en el pan y vino, - aparentemente tan solo de pan y vino -, con el único deseo de ser nuestro alimento, que aunque no te corresponderíamos como tu Corazón desea, no te importó y ahí te quedaste para ser nuestro refugio, nuestra fuerza para nuestras penas y dolores, para ser consuelo, para ser el cirineo que nos ayuda a cargar con la cruz de nuestro diario vivir, a veces demasiado pesada y dolorosa, que nos puede hacer desfallecer sin tu no estás.... y también para bendecirte en los momentos de alegría, para buscar que participes en los momentos en que nuestro corazón está feliz.... ¡ahí estás Tu!...¡ Bendito y alabado seas!

Solo a un Dios locamente enamorado de sus criaturas se le podía ocurrir semejante ofrenda... por que no sabemos corresponder a ese amor, no, Jesús, no te acompañamos en la soledad de tus Sagrarios, no pensamos en tu gran amor .... somos indiferentes, egoístas, muchas veces solo nos acordamos de ti cuando te necesitamos porque las cosas no van, ni están, como nosotros queremos...

Señor... ¡haznos dóciles siempre a tu amor pero especialmente en este hermosísimo día de Corpus Christi!

¡Señor Jesucristo!

¡Gracias porque te nos diste de modo tan admirable, y porque te quedaste entre nosotros de manera tan amorosa!

Danos a todos una fe viva en el Sacramento del amor. Que la Misa dominical sea el centro de nuestra semana cristiana, la Comunión nos sacie el hambre que tenemos de ti, y el Sagrario se convierta en el remanso tranquilo donde nuestras almas encuentren la paz... 
(P. García)
La Presencia de Dios en lo pequeño y cotidiano
Dios se comunica con nosotros de múltiples maneras, solo hay que saber oírlo y verlo en las pequeñas cosas cotidianas.

Autor: Oscar Schmidt | Fuente: www.reinadelcielo.org

Tomás de Kempis nos aconseja en su inmortal obra "La imitación de Cristo" (escrita varios siglos atrás): "Atender  a qué es lo que se dice y no a quién lo dice".
Dios se comunica con nosotros de múltiples maneras, solo hay que saber oírlo y verlo en las pequeñas cosas cotidianas. Muchas veces esperamos grandes manifestaciones, cuando en realidad Dios es el Rey de lo pequeño, lo humilde, cuando actúa aquí en la tierra. Toda la Gloria y Omnipotencia de Dios, se transformó en humildad y pequeñez cuando EL se manifestó, hecho hombre, entre nosotros. Una cueva en Belén, el hogar mas humilde, una vida escondida, todo señala la pequeñez como puerta hacia la Santidad. Los hechos, las obras, las más simples expresiones de nuestra voluntad,  son el signo de nuestro estado espiritual. Ni grandes manifestaciones, ni una vida extremadamente visible u ostentosa, nada de eso fue enseñado a nosotros a través del ejemplo dado por Jesús, a lo largo de Su vida en la tierra, como Criatura/Dios. El nos enseñó con los hechos, con Su Palabra. Y quienes lo juzgaron y condenaron, simplemente miraron quien hablaba, olvidando o pasando por alto el mensaje.
¡Se mató al mensajero, en la Cruz!.
¿Cuantas veces en este mundo vemos que se hace lo mismo?. Se da valor a las ideas  o a las obras a partir del prestigio del autor, y se descartan enormes mensajes para la humanidad, simplemente por no aceptarse a los mensajeros más humildes, más pequeños,  más simples. Pero la trampa es más compleja aún, ya que para llegar a ser respetado se debe adherir a  las reglas del mundo: vanidad, egocentrismo, corrupción, envidia, poder, etc.
De este modo, se vuelve muy difícil llegar a difundir las buenas obras, desde mensajeros basados en la humildad, la pequeñez, la sinceridad, el amor, la unión verdadera y la entrega.
¿Cuantos casos como la Madre Teresa pueden pasar los filtros que el mundo pone?.
¿Cuantos quedan en el camino?.
Sepamos escuchar a Dios, El está dentro nuestro, en las cosas pequeñas, en los mensajes de humildad y sencillez. Y sepamos verlo en aquellos a los que el mundo condena por no cumplir con sus estándares, aquellos que solo quieren vivir en la simpleza del día a día. Los modelos a imitar muchas veces están mas cerca de nosotros de lo que pensamos, solo hace falta prestar atención, poner una mirada a nuestro alrededor, y descubrir la Presencia de Dios donde menos la esperamos.

sábado, 21 de mayo de 2016

María, una mujer inmensamente feliz
Tenía a Dios, y, a quien tiene a Dios, nada la falta. Tu también puedes ser como Ella. 

Autor: P Mariano de Blas LC | Fuente: Catholic.net

María fue una mujer inmensamente feliz... Su presupuesto era de dos reales. No tenía dinero, coche, lavadora, televisor ni computadora, ni títulos académicos. No era directora del jardín de niños de Nazareth. Tampoco presumía de nombramientos, como Miss Nazareth. María a secas. No salió en la televisión ni en los periódicos.

Pero poseía una sólida base de fe, esperanza y caridad y de todas las virtudes. Tenía gracia y santidad...Tenía a Dios, y, a quien tiene a Dios, nada la falta.

Tú puedes ser, deberías ser, una mujer inmensamente feliz, aunque no tengas muchas cosas materiales. Aunque no seas famosa, rica, artista o cosas del género. Pero, si tienes a Dios, las virtudes teologales, la santidad a la mano.

No debes pretender, aspirar, ansiar demasiadas cosas materiales... La grandeza de un alma está en su interior, va por dentro. Lo de fuera es ruido, música, bombo y platillo, viento, humo, oropel, incienso, hojarasca, apariencia, nada. Por dentro va la santidad, la fe, el amor.

La Virgen no se quejaba: de ir a Egipto, de que Dios le pidiera tanto. La sonrisa de la Virgen era lo mejor de su rostro. ¿Cómo reaccionaría ante las adversidades, dificultades, cólera de los vecinos?

No te quejes: del tiempo, de la comida, del trabajo, de tus compañeras, de tus limitaciones, de tu falta de lujo. Trata de sonreír como Ella.

María veía la Providencia en todo: en los lirios del campo, en los amaneceres... en la tormenta. Cuando no había dinero. Cuando tenía que ausentarse. Cuando alguna vecina se ponía necia y molestaba.

Lo más admirable de María era el amor. Lo más grande de la mujer debe ser el amor. El amor es un talismán, una varita mágica que transforma todo en maravilla. Dios te ha dado este don en abundancia. Si lo emplearas bien, haría de ti una gran mujer, una ferviente cristiana, una esposa y madre admirable. Pero, si dejas que el amor se corrompa en ti, ¡pobre mujer!

María Magdalena tenía una gran capacidad de amar. La empleó mal, y se convirtió en una mujer de mala vida. Pero, después de encontrarse con Jesucristo, utilizó aquella capacidad para amar apasionadamente a Dios y a los demás, y hoy es una gran santa y una gran mujer.

viernes, 20 de mayo de 2016

Celebrar a Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, nos llena de alegría
Cristo es el único Salvador del mundo. De un modo personal, profundo, quiere ser, también, mi Salvador.

Autor: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net

Nuestro corazón está herido por el pecado, nuestra mente vive dispersa en mil distracciones vanas, nuestra voluntad flaquea entre el bien y el mal, entre el egoísmo y el amor.

¿Quién nos salvará? ¿Quién nos apartará del pecado y de la muerte? Sólo Dios. Por eso necesitamos acercarnos a Él para pedir perdón.

Pero, entonces, "¿quién subirá al monte de Yahveh?, ¿quién podrá estar en su recinto santo?" Sólo alguien bueno, sólo alguien santo: "El de manos limpias y puro corazón, el que a la vanidad no lleva su alma, ni con engaño jura" (Sal 24,3-4).

Sabemos quién es el que tiene las manos limpias, quién es el que tiene un corazón puro, quién puede rezar por nosotros: Jesucristo.

Jesucristo puede presentarse ante el Padre y suplicar por sus hermanos los hombres. Es el verdadero, el único, el "Sumo Sacerdote según el orden de Melquisedec" (Hb 5,10; 6,20). Es el auténtico "mediador entre Dios y los hombres" (1Tm 2,5), como explica el "Catecismo de la Iglesia Católica" (nn. 1544-1545).

Cristo es el único Salvador del mundo. De un modo personal, profundo, quiere ser, también, mi Salvador.

Celebrar a Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, nos llena de alegría. El altar recibe la Sangre del Cordero. El Sacerdote que ofrece, que se ofrece como Víctima, es el Hijo de Dios e Hijo de los hombres. El Padre, desde el cielo, mira a su Hijo, el Cordero que quita el pecado del mundo, el Sumo Sacerdote que se compadece de sus hermanos.

El pecado queda borrado, el mal ha sido vencido, porque el Hijo entregó su vida para salvar a los que vivían en tinieblas y en sombras de muerte (cf. Lc 1,79).

Podemos, entonces, subir al monte del Señor, acercarnos al altar de Dios, participar en el Banquete, tocar al Salvador.

Como en la Última Cena, Jesús nos dará su Cuerpo y su Sangre. Como a los Apóstoles, lavará nuestros pies, y nos pedirá que le imitemos: "Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve” (Lc 22,27). "Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros” (Jn 13,15).

Ese es nuestro Sumo Sacerdote, el Cordero que salva, el Hijo amado del Padre. A Él acudimos, cada día, con confianza: "Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado.

Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para una ayuda oportuna" (Hb 4,15-16).

domingo, 15 de mayo de 2016

Espíritu Santo, verdadero protagonista de la Iglesia
Las raíces de nuestro ser y de nuestro actuar están en el silencio sabio y providente de Dios. 

Autor: SS Benedicto XVI | Fuente: Catholic.net

En el día de Pentecostés, el Espíritu Santo descendió con potencia sobre los apóstoles; de este modo comenzó la misión de la Iglesia en el mundo. Jesús mismo había preparado a los once para esta misión al aparecérseles en varias ocasiones después de la resurrección (Cf. Hechos 1, 3). Antes de la ascensión al Cielo, «les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre» (Cf. Hechos 1, 4-5); es decir, les pidió que se quedaran juntos para prepararse a recibir el don del Espíritu Santo. Y ellos se reunieron en oración con María en el Cenáculo, en espera de este acontecimiento prometido (Cf. Hechos 1, 14).

Permanecer juntos fue la condición que puso Jesús para acoger el don del Espíritu Santo; el presupuesto de su concordia fue la oración prolongada. De este modo se nos ofrece una formidable lección para cada comunidad cristiana. A veces se piensa que la eficacia misionera depende principalmente de una programación atenta y de su sucesiva aplicación inteligente a través de un compromiso concreto. Ciertamente el Señor pide nuestra colaboración, pero antes de cualquier otra repuesta se necesita su iniciativa: su Espíritu es el verdadero protagonista de la Iglesia. Las raíces de nuestro ser y de nuestro actuar están en el silencio sabio y providente de Dios.

(...)

El Espíritu Santo, hace que los corazones sean capaces de comprender las lenguas de todos

El Pueblo de Dios, que había encontrado en el Sinaí su primera configuración, se amplia hoy hasta superar toda frontera de raza, cultura, espacio y tiempo. A diferencia de lo que sucedió con la torre de Babel, cuando los hombres que querían construir con sus manos un camino hacia el cielo habían acabado destruyendo su misma capacidad de comprenderse recíprocamente, en el Pentecostés del Espíritu, con el don de las lenguas, muestra que su presencia une y transforma la confusión en comunión. El orgullo y el egoísmo del hombre siempre crean divisiones, levantan muros de indiferencia, de odio y de violencia. El Espíritu Santo, por el contrario, hace que los corazones sean capaces de comprender las lenguas de todos, pues restablece el puente de la auténtica comunicación entre la Tierra y el Cielo. El Espíritu Santo es el Amor.

...no les dejará huérfanos

Pero, ¿cómo es posible entrar en el misterio del Espíritu Santo? ¿Cómo se puede comprender el secreto del Amor? El pasaje evangélico nos lleva hoy al Cenáculo, donde, terminada la última Cena, una experiencia de desconcierto entristece a los apóstoles.

El motivo es que las palabras de Jesús suscitan interrogantes inquietantes: habla del odio del mundo hacia Él y hacia los suyos, habla de una misteriosa partida suya y queda todavía mucho por decir, pero por el momento los apóstoles no son capaces de cargar con el peso (Cf. Juan 16, 12). Para consolarles les explica el significado de su partida: se irá, pero volverá, mientras tanto no les abandonará, no les dejará huérfanos. Enviará el Consolador, el Espíritu del Padre, y será el Espíritu quien les permita conocer que la obra de Cristo es obra de amor: amor de Él que se ha entregado, amor del Padre que le ha dado.

Este es el misterio de Pentecostés: el Espíritu Santo ilumina el espíritu humano y, al revelar a Cristo crucificado y resucitado, indica el camino para hacerse más semejantes a Él, es decir, ser «expresión e instrumento del amor que proviene de Él» («Deus caritas est», 33). Reunida junto a María, como en su nacimiento, la Iglesia hoy implora:

«Veni Sancte Spiritus!» - «¡Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos fel fuego de tu amor!». Amén.


Homilía de Benedicto XVI en la misa de Pentecostés, domingo, 4 junio 2006.

jueves, 12 de mayo de 2016

María y el Don del Espíritu
En la espera que reinaba en el Cenáculo después de la Ascensión, ¿cuál era la posición de María? 

Autor: San Juan Pablo II | Fuente: Catholic.net

Si meditamos este hermoso texto de la Catequesis de Juan Pablo II, titulada "María y el Don del Espíritu" en compañia de María podremos experimentar que "...En la comunidad de los creyentes en oración, María está presente, no sólo en los orígenes de la fe, sino en todo tiempo. (Juan Pablo II, Ángelus 13-11-83).


Queridísimos hermanos y hermanas:

1. Recorriendo el itinerario de la vida de la Virgen María, el Concilio Vaticano II recuerda su presencia en la comunidad que espera Pentecostés: «Dios no quiso manifestar solemnemente el misterio de la salvación humana antes de enviar el Espíritu prometido por Cristo. Por eso vemos a los Apóstoles, antes del día de Pentecostés, "perseverar en la oración unidos, junto con algunas mujeres, con María, la Madre de Jesús, y sus parientes" (Hch 1, 14). María pedía con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación la había cubierto con su sombra» (Lumen gentium, 59).

La primera comunidad constituye el preludio del nacimiento de la Iglesia; la presencia de la Virgen contribuye a delinear su rostro definitivo, fruto del don de Pentecostés.

2. En la atmósfera de espera que reinaba en el Cenáculo después de la Ascensión, ¿cuál era la posición de María con respecto a la venida del Espíritu Santo?

El Concilio subraya expresamente su presencia, en oración, con vistas a la efusión del Paráclito. María implora «con sus oraciones el don del Espíritu». Esta afirmación resulta muy significativa, pues en la Anunciación el Espíritu Santo ya había venido sobre ella, cubriéndola con su sombra y dando origen a la encarnación del Verbo.

Al haber hecho ya una experiencia totalmente singular sobre la eficacia de ese don, la Virgen santísima estaba en condiciones de poderlo apreciar más que cualquier otra persona. En efecto, a la intervención misteriosa del Espíritu debía ella su maternidad, que la convirtió en puerta de ingreso del Salvador en el mundo.

A diferencia de los que se hallaban presentes en el Cenáculo en trepidante espera, Ella, plenamente consciente de la importancia de la promesa de su Hijo a los discípulos (cf. Jn 14, 16), ayudaba a la comunidad a prepararse adecuadamente a la venida del Paráclito.

Por ello, su singular experiencia, a la vez que la impulsaba a desear ardientemente la venida del Espíritu, la comprometía también a preparar la mente y el corazón de los que estaban a su lado.

3. Durante esa oración en el Cenáculo, en actitud de profunda comunión con los Apóstoles, con algunas mujeres y con los hermanos de Jesús, la Madre del Señor invoca el don del Espíritu para sí misma y para la comunidad.

Era oportuno que la primera efusión del Espíritu sobre Ella, que tuvo lugar con miras a su maternidad divina, fuera renovada y reforzada. En efecto, al pie de la Cruz, María fue revestida con un nueva maternidad, con respecto a lo discípulos de Jesús. Precisamente esta misión exigía un renovado don del Espíritu. Por consiguiente, la Virgen lo deseaba con vistas a la fecundidad de su maternidad espiritual.

Mientras en el momento de la Encarnación el Espíritu Santo había descendido sobre Ella, como persona llamada a participar dignamente en el gran misterio, ahora todo se realiza en función de la Iglesia, de la que María está llamada a ser ejemplo, modelo y Madre.

En la Iglesia y para la Iglesia, Ella, recordando la promesa de Jesús, espera Pentecostés e implora para todos abundantes dones, según la personalidad y la misión de cada uno.

4. En la comunidad cristiana la oración de María reviste un significado peculiar: favorece la venida del Espíritu, solicitando su acción en el corazón de los discípulos y en el mundo.
 De la misma manera que, en la Encarnación, el Espíritu había formado en su seno virginal el cuerpo físico de Cristo, así ahora en el cenáculo, el mismo Espíritu viene para animar su Cuerpo místico.

Por tanto, Pentecostés es fruto también de la incesante oración de la Virgen, que el Paráclito acoge con favor singular, porque es expresión del amor materno de ella hacia los discípulos del Señor.

Contemplando la poderosa intercesión de María que espera al Espíritu Santo, los cristianos de todos los tiempos, en su largo y arduo camino hacia la salvación, recurren a menudo a su intercesión para recibir con mayor abundancia los dones del Paráclito.

5. Respondiendo a las plegarias de la Virgen y de la comunidad reunida en el cenáculo el día de Pentecostés, el Espíritu Santo colma a María y a los presentes con la plenitud de sus dones, obrando en ellos una profunda transformación con vistas a la difusión de la buena nueva. A la Madre de Cristo y a los discípulos se les concede una nueva fuerza y un nuevo dinamismo apostólico para el crecimiento de la Iglesia. En particular, la efusión del Espíritu lleva a María a ejercer su maternidad espiritual de modo singular, mediante su presencia, su caridad y su testimonio de fe.

En la Iglesia que nace, Ella entrega a los discípulos, como tesoro inestimable, sus recuerdos sobre la Encarnación, sobre la infancia, sobre la vida oculta y sobre la misión de su Hijo divino, contribuyendo a darlo a conocer y a fortalecer la fe de los creyentes.


No tenemos ninguna información sobre la actividad de María en la Iglesia primitiva, pero cabe suponer que, incluso después de Pentecostés, Ella siguió llevando una vida oculta y discreta, vigilante y eficaz. Iluminada y guiada por el Espíritu, ejerció una profunda influencia en la comunidad de los discípulos del Señor.

Juan Pablo II Audiencia general del miércoles, 28 de mayo de 1997

lunes, 9 de mayo de 2016

Mes de María.


El trabajo
CONSIDERACIÓN. – Cuando el primer hombre hubo pecado, Dios le impuso como uno de los castigos por su falta, la necesidad de trabajar: “Ganarás el pan con el sudor de tu frente –le dijo-, la tierra no producirá sola, sino zarzas y espinas”.
Esta obligación es general, cualquiera que sea el sitio donde la Divina Providencia nos haya colocado. El fastidio, la pena, la fatiga, que encontremos en el trabajo, no deben sorprendernos, ni descorazonarnos, porque el trabajo es una expiación.
Si algunas veces hallamos un cierto placer en nuestros trabajos, es Dios, que en su bondad, nos ayuda a cumplir nuestra tarea.
El Divino Maestro, ha santificado esta labor cotidiana, de la cual algunas veces nos quejamos: Dios ha sido obrero, se ha ocupado de duros trabajos y María, hija de reyes y que debía ser un día Reina de los Ángeles, estuvo sometida a la misma ley. La tradición nos la representa, bien hilando o tejiendo las telas necesarias para sus vestidos o los de su Hijo; o bien, ocupándose en los humildes quehaceres de su casa.
Elevemos muchas veces los ojos hacia la Santa Familia de Nazaret, cuando nos sintamos agobiados por la duración o la aridez de nuestro trabajo y pidámosle que nos ayude a imitarla.
EJEMPLO. - San Silvano, que habitaba en el monte Sinaí con sus religiosos, recibió un día la visita de un ermitaño, quien, al ver a los monjes trabajando, se sorprendió.
-¿Por qué –les dijo- trabajáis con tanto ardor para procuraros un alimento material? ¿María no ha tomado la mejor parte? ¿Y Marta no fue reprendida por el Señor, a causa de su ocupación?
Sin responder a esta interpelación, San Silvano hizo dar un libro al ermitaño extranjero y le asignó una celda deshabitada.
A las tres horas de la tarde, el ermitaño, se extrañó de que nadie lo hubiese llamado a comer, esperó hasta el momento en que no pudo resistir el hambre que le atormentaba y entonces fue en busca del abad Silvano.
-Padre, le dijo, ¿los monjes no comen hoy?
El abad le respondió que todos ya lo habían hecho.
-¿Y cómo no me habéis invitado a participar de vuestro alimento?
-¡Cómo! respondióle San Silvano sonriendo, es porque como María, vos pretendéis haber tomado la

mejor parte.
Vos miráis el trabajo como innecesario y es probable que no viváis, por supuesto, más que de

alimento espiritual.
En cuanto a nosotros, que estamos revestidos de un cuerpo, estamos condenados a alimentarnos, y,

por consiguiente, a conservar la vida para poder trabajar.
El ermitaño pidióle perdón, por haberse permitido una censura tan desconsiderada.
-Me siento feliz de que reconozcáis vuestro error, agregó San Silvano con benevolencia. De paso,

veo que María tuvo necesidad de la ayuda de Marta.
Si Marta no hubiera trabajado, María no habría podido reposar a los pies de Jesús.

ORACIÓN. – Os suplicamos, ¡oh María! que no nos abandonéis en los trabajos de esta vida. Vos, que habéis querido someteros a la ley común del trabajo, haced que, a vuestro ejemplo, aceptemos con resignación las fatigas y sufrimientos, que son el resultado del pecado y que, de este modo, podamos adquirir verdaderos méritos a los ojos del Señor. Así sea.
RESOLUCIÓN. – Huiré de la ociosidad, como de un gran mal. JACULATORIA. – Madre admirable, rogad por nosotros. 

domingo, 8 de mayo de 2016

Al ascender al cielo Jesús no pensaba sólo en su triunfo; quería que todos los hombres subieran con Él a la patria eterna. 

Autor: P. Mariano de Blas LC | Fuente: Catholic.net

¿Qué decir a los hombres sobre ella? ¿Qué te dirás a ti mismo? La Ascensión clava nuestra esperanza de forma inviolada en nuestra propia felicidad eterna. Así como Jesús, tu Hijo, el Hijo de José y María, ha subido con su cuerpo eternizado a la patria de los justos, así el mío y el de mis hermanos, el de todos los fieles que se esfuercen, subirá para nunca bajar, para quedarse para siempre allí.

La Ascensión, además, es un subir, es un superarse de continuo, un no resignarse al muladar. Subir, siempre subir; querer ser otro, distinto, mejor; mejor en lo humano, mejor en lo intelectual y en lo espiritual. Cuando uno se para, se enferma; cuando uno se para definitivamente, ha comenzado a morir. Se impone la lucha diaria, la tenaz conquista de una meta tras otra, hasta alcanzar la última, la añorada cima de ser santo. Esa es mi meta, esa es mi cima. ¿También la tuya?

Al ascender al cielo Jesús no pensaba sólo en su triunfo; quería que todos los hombres subieran con Él a la patria eterna. Había pagado el precio; había escrito el nombre de todos en el cielo, también el tuyo y el mío. El cielo es mío, el cielo es tuyo. ¿Subimos o nos quedamos? ¿Eterno muladar o eterna gloria? Voy a prepararos un lugar. ¡Con qué emoción se lo dijiste! Dios preparando un lugar, tu lugar, en el cielo.

Dios creó al hombre, a ti y a mí, para que, al final, viviéramos eternamente felices en la gloria. Si te salvas, Dios consigue su plan, y tú logras tu sueño. Entonces habrá valido la pena vivir...

¡Con cuanta ilusión Jesús hubiera llevado a la gloria consigo a sus dos compañeros de suplicio! Pero sólo pudo llevarse a uno. Porque el otro no quiso...

Si Cristo pudiese ser infeliz, lloraría eternamente por aquellos que, como a Gestas, no pudo salvar. Jesús lloró sobre Jerusalén, Jesús ha llorado por ti, cuando le has cerrado la puerta de tu alma. Ojalá que esas lágrimas, sumadas a su sangre, logren llevarte al cielo.

Si tú le pides con idéntica sinceridad que el buen ladrón: "Acuérdate de mí, Señor, cuando estés en tu Reino", de seguro escucharás también: "Estarás conmigo en el Paraíso". Y así, el que escribió tu nombre en el cielo podrá, por fin, decir: "Misión cumplida".

Dios es amor. El cielo lo grita.
Lo ha demostrado mil veces y de mil formas. Te lo ha demostrado a ti; se lo ha demostrado a todos los hombres. Se lo ha probado amándoles sin medida, perdonándoles todo y siempre; regalándoles el cielo, dándoles a su Madre. Si no hemos sabido hacerlo, ya es hora de corresponder al amor. No podemos vivir sin amor. La vida sin Él es un penar continuo, una madeja de infelicidad y amarguras. Amar es la respuesta, es el sentido, amar eternamente al que infinitamente nos ha amado.

La ascensión nuestra al cielo será el último peldaño de la escalera; será la etapa final y feliz, sin retorno ni vuelta atrás. Debemos pensar en ella, soñar con ella y poner todos los medios para obtenerla. Todo será muy poco para conquistarla. Después del cielo sólo sigue el cielo. Después del Paraíso ya no hay nada que anhelar o esperar. Todos nuestros anhelos más profundos y entrañables, estarán, por fin, definitivamente cumplidos. Entonces, ¿te interesa el cielo?

¿A quién debo una felicidad tan grande? ¿A qué precio me lo ha conseguido. ¿Qué he hecho hasta ahora por el cielo? ¿Qué hago actualmente para asegurarlo? Y, en adelante, ¿qué pienso hacer?

Al final de la vida lo único que cuenta es lo hayamos hecho por Dios y por nuestros hermanos. "Yo sé que toda la vida humana se gasta y se consume bien o mal, y no hay posible ahorro. Los años son ésos y no más, y la eternidad es lo que sigue a esta vida. Gastarnos por Dios y por nuestros hermanos en Dios es lo razonable y seguro".

viernes, 6 de mayo de 2016

La madre que pedía la conversión de su hijo
En uno de los primeros meses del año 1973, en un sanatorio de una ciudad castellana, estaba enferma una señora a la que visitaba todos los días un hijo espiritualmente desgraciado, pues llevaba una vida de completa disipación y total apartamiento de los preceptos religiosos, constituyendo esto la preocupación constante y angustiosa de la madre.
Una religiosa, que también estaba en el Sanatorio y se enteró del caso, entregó a la aludida señora unas estampas sobre la devoción de las tres Avemarías con objeto de que encomendase la solución del asunto a la Santísima Virgen, rezándolas diariamente y dando a su hijo una de esas estampas con la recomendación de que hiciera lo mismo.
Así lo hizo la acongojada madre, suplicando encarecidamente a la Virgen María la conversión de su hijo y obsequiándola con el rezo de las tres Avemarías.
Pasados unos días tuvo conocimiento de que habían sido anunciados unos “Cursillos de Cristiandad” para jóvenes, y con gran ilusión le pidió a su hijo que se inscribiese para asistir a ellos, pero el joven se negó rotundamente, exclamando: “Déjame, madre, de tonterías; deja que viva la vida, que para mí tiene tantos atractivos; ¡qué tengo que hacer yo en semejantes cursillos!”...
La madre del “descaminado”, sollozando por este fracaso, contó a la religiosa que le había dado las estampas de las tres Avemarías lo sucedido, y juntas continuaron rezándolas pidiendo fervorosamente a la Madre de Dios su mediación en favor de esa alma desdichada... Y, cual no sería su grata sorpresa, cuando, precisamente, el día en que terminaba el plazo para las inscripciones, el hijo dice a la madre: “Bueno, sólo por darte gusto, iré a perder el tiempo en esos inútiles cursillos que tanto empeño tienes en que tome parte...”
Va, al fin, el joven con desgana a inscribirse, y le manifiestan que ya no hay plaza disponible, pues se han cubierto todas. Ante esto, iba a retirarse el interesado (contento en el fondo por liberarse de su compromiso y poder justificarse a ojos de la madre), cuando le mira el Padre Director y le dice que “no sabe por qué, pero que siente que le tiene que admitir”, y en efecto, fue admitido y practicó aquellas jornadas de espiritualidad, con tan feliz resultado que, una vez terminadas, se presentó a su madre como “un hombre nuevo”, completamente regenerado y decidido a no apartarse de la Ley de Dios.
El santo gozo de la madre fue inmenso; y el hijo “revivido” es hoy un entusiasta propagador de la devoción de las tres Avemarías, cuya eficacia proclama reconociendo que por la intervención de la Virgen Santísima obtuvo la gracia de Dios.

Quince minutos con María

Dios y María.
Madre mía, el Señor está contigo, pues Jesús ya no puede vivir sin Ti, ni tú sin Él; y donde está Jesús, estás tú, y donde estás tú, está Jesús. Por eso hoy vengo aquí, a tus pies, y te pido que me muestres el Fruto bendito de tu vientre, Jesús, porque tengo necesidad de este Fruto para caminar por este mundo y no sentirme solo. Necesito su alegría y bondad que me consuelen en este mundo que cada vez se pone más frío y egoísta, lleno de odio y maldad. Entonces vengo a ti para que me des fuerzas para no volverme malo a pesar de todas las pruebas que tengo que pasar en este mundo, sino que me mantenga bueno y honesto, fiel cumplidor de los Diez Mandamientos, para heredar la Vida eterna y al final de mi vida ir a gozar de Dios y de ti, para siempre en el Cielo. Tú conoces toda mi vida, porque estando en el Cielo ves todo en Dios. Entonces te pido por favor que me guíes y que tomes mi vida bajo tu amparo. Te entrego mi pasado y sus pecados, y mi futuro y sus inseguridades, y ya que tú ves el porvenir de cada alma y de todos los acontecimientos humanos que sucedieron, suceden y sucederán, te ruego encarecidamente que me ayudes a lograr mi salvación eterna y la de toda mi familia y seres queridos, y que en medio de esta batalla que es la vida terrena, me cuides y cuides a los míos de las astucias de la serpiente infernal. ¡Te amo, Madre mía y me entregó completamente a ti! ¡Piedad de mí!

martes, 3 de mayo de 2016

El signo universal de la Cruz
La Cruz nos dice que el amor es más fuerte que el mal, que es posible la salvación. Volvamos la miradas hacia Cristo. Él nos hará libres para amar como Él nos ama. 

Autor: P. Fernando Pascual LC | Fuente: Catholic.net

La Cruz es un signo clave para todos los cristianos y para tantos hombres y mujeres de buena voluntad. Es más que un signo, porque encierra un mensaje universal, perenne, necesario para los corazones.

"La señal de la Cruz es de alguna forma el compendio de nuestra fe, porque nos dice cuánto nos ha amado Dios; nos dice que, en el mundo, hay un amor más fuerte que la muerte, más fuerte que nuestras debilidades y pecados" (Benedicto XVI, Lourdes, 14 de septiembre de 2008).

Por eso la Cruz se ha convertido en un símbolo imprescindible. Porque Cristo murió en una Cruz para ofrecer a todos, sin discriminaciones, su Amor, su misericordia, su perdón.

La Cruz nos dice que el amor es más fuerte que el mal, que es posible la salvación. Ese fue uno de los mensajes de las apariciones de Lourdes: la invitación de la Virgen María "a todos los hombres de buena voluntad, a todos los que sufren en su corazón o en su cuerpo, a levantar los ojos hacia la Cruz de Jesús para encontrar en ella la fuente de la vida, la fuente de la salvación" (Benedicto XVI, Lourdes, 14 de septiembre de 2008).

En medio del debate suscitado por algunos que desean quitar cualquier cruz en los lugares públicos (escuelas, tribunales, parlamentos, despachos del gobierno), los creyentes necesitamos descubrir el verdadero significado de ese signo.

Tal vez Dios permite esa fobia, ese deseo de eliminar un signo universal, para sacudir nuestra rutina y para avivar nuestro corazón al contemplar a Jesús, el Inocente, clavado en un madero. Podremos, entonces, gritar y testimoniar, con nuestra vida y con nuestra esperanza, un mensaje que es para todos, que no debemos esconder en las sacristías ni en los hogares.

Vale la pena recordar, desde el dolor que produce ver a seres humanos insensibles ante el mensaje universal de la Cruz, estas palabras del Papa Benedicto XVI en su visita a Lourdes:

"Volvamos nuestras miradas hacia Cristo. Él nos hará libres para amar como Él nos ama y para construir un mundo reconciliado. Porque, con esta Cruz, Jesús cargó el peso de todos los sufrimientos e injusticias de nuestra humanidad. Él ha cargado las humillaciones y discriminaciones, las torturas sufridas en numerosas regiones del mundo por muchos hermanos y hermanas nuestros por amor a Cristo".

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