jueves, 11 de diciembre de 2014

Mensaje a los Apóstoles de la Inmaculada

Ejemplos del rezo de las Tres Avemarías. 
Ejemplo 16. 
El buen fin de un legionario... 
España. Año no muy distante y lleno de recuerdos... En una de las “Banderas” del Tercio encontrábase un legionario llamado Jaime, que tendría como treinta y cinco años. Muy culto y educado.
Su valor, que al principio sorprendió a todos, nos hizo comprender que él no había venido al Tercio para luchar, sino para morir...
Su conducta religiosa era lo que más sorprendía a sus compañeros, hablaba con frecuencia con el sacerdote; sus costumbres eran austeras; le veían rezar brevemente todas las noches, pero jamás le vieron confesarse ni siquiera en los momentos más desesperados. Además, en sus conversaciones se mostraba ateo convencido, aunque fríamente respetuoso.
Cuando alguien se atrevió a preguntarle el porqué entonces de sus rezos sin fe, le respondió muy serio:
–Empeñé mi palabra, ¡y las palabras siempre las cumplo!
Una mañana entró en combate la “Bandera” y una bala dio en tierra con nuestro legionario. El corazón estaba destrozado. ¡Había muerto en el acto!
Al descansar de aquella jornada de guerra, quise descorrer ante los legionarios que me rodeaban el velo que cubría toda la vida de Jaime.
Había nacido en una familia distinguida por sus riquezas y por sus virtudes.
Todavía joven, ingresó, a la vez que un hermano suyo, en una Orden religiosa. Allí brilló por su talento, virtud y perfección. Y así pasaron años... Pero Jaime no fue prudente al hacer sus lecturas; perdió su fe y acabó saliendo de la Congregación religiosa.
Su madre estaba, poco después, para morir... Y con voz dificultosa le dijo:
–Jaime, Jaime, ven a mi cabecera. Quiero pedirte una cosa. Reza siempre, diariamente, tres Avemarías.
Jaime titubeó. Al fin, con voz entrecortada, contestó llorando:
–Madre, te lo prometo... Te lo prometo...
La madre murió...
Los días y las noches huían; la inquietud y el  vacío reinaban en el corazón de Jaime. La vida era para él un martirio.
Por entonces, la Legión tenía abiertos sus banderines de enganche. Jaime se sintió aliviado; había encontrado un medio noble de acabar con sus inquietudes, y se alistó en la Legión, en busca de la muerte.
En mis charlas con él, le insté, como sacerdote, a confesarse. Su respuesta era invariablemente la misma:
–Padre, quería creer..., pero no puedo...
Cuando conocí la promesa hecha a su madre me tranquilicé. Estaba convencido de que la Madre del cielo no permitiría su condenación. Y, efectivamente, así ha sido.
Ayer, muy entrada la noche, un legionario fue a mi tienda de campaña. Era Jaime. Estaba impresionado. Se limitó a decir:
–Padre, presiento que tengo la muerte muy cerca. Vengo a confesarme...
¡Las tres Avemarías le habían salvado! (un Padre jesuita, agregado como sacerdote a una “Banderas” del Tercio).
¡Ave María Purísima!
¡Sin pecado concebida!

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