martes, 20 de mayo de 2014

El «milagro» de Romero

19 de may de 2014
Contado por Madre Lucita, fallecida hace poco. Asistió al asesinato del arzobispo, el 24 de marzo de 1980
María de la Luz Cueva Santana, más conocida como Madre Lucita, fue directora del Hospital de la Divina Providencia donde Oscar Romero vivió los dos últimos años de su vida. Era la última de las hermanas carmelitas que vivieron y trabajaron junto al arzobispo asesinado y ésta fue la última entrevista que concedió, hace cuatro años. Cuando el periodista del diario salvadoreño El Faro, Manuel Valencia, le pregunta si considera santo a Romero, ella contesta: “No tengo ninguna duda”. ¿Y por qué está tan convencida?, insiste el periodista. “Porque lo conocí (…). Era un hombre de una fe y de una oración muy profundas. Todo lo que hacía lo consultaba con Dios antes, arrodillado, para que le diera sabiduría y le dijera qué tenía que hacer” Yo creo –dice Madre Lucita– que Monseñor ha trascendido tanto por su sencillez. A él no le gustaba que se ocuparan de su persona ni que hablaran de él ni que lo elogiaran ni nada de eso. Está ocurriendo –y ríe levemente– lo que a él no le gustaba, que se está dando a conocer por todo el mundo. Como buen periodista, el entrevistador le pregunta entonces si cree que a Romero le hubiera agradado la canonización. “No, por su humildad no le hubiera gustado, pero nadie imaginaba la trascendencia que iba a tener su muerte. Así son las cosas, Dios se encarga de ensalzar a los humildes”.

El punto de vista de Madre Lucita es uno de los más autorizados cuando se habla de Romero. En efecto, lo conoció en el lejano 1966 y sus vidas estuvieron profundamente entrelazadas. Dos años antes había llegado a El Salvador desde México, su país natal, con las hermanas Carmelitas Misioneras de Santa Teresa, para atender a los enfermos de cáncer en el hospital San Rafael, en Santa Tecla.
En la entrevista de Valencia (que después se convirtió en un capítulo del libro “Hablan de Monseñor Romero”, publicado por la “Fundación Monseñor Romero”) Madre Lucita recorre las etapas de su vida. Recuerda que no estaba satisfecha con el trabajo pasivo que realizaban las hermanas en el hospital, entonces “como yo soy algo rebelde y en el San Rafael no teníamos libertad, me propuse hacer un lugar para atenderlos con mayor dignidad”. A principios de 1966 comenzó la construcción de lo que sería el Hospital de la Divina Providencia. Allí la hermana Luz pasó a ser Madre Lucita y en esa misma oportunidad conoció a monseñor Romero.
Historias entrelazadas, decíamos. No es casualidad que el mismo Hospital levantado por Madre Lucita fuera la última casa en la que vivió el arzobispo. Era el 15 de agosto de 1977, día de su cumpleaños, cuando dejó su pequeñísima celda contigua a la sacristía de la capilla. El nuevo alojamiento –tres habitaciones despojadas- fue un regalo de las hermanas y de sus amigos. Madre Lucita contó la anécdota: “Entre todas decidimos construirle la casita porque, cuando recibía visitas, lo hallaban en ese cuarto mínimo. Lo hicimos sin decirle nada. Fue una sorpresa”.
Ambos eran de fuerte personalidad y entablaron una relación de amistad y de respeto mutuo. Monseñor tenía dos facetas en su carácter. Por un lado, la persona áspera y de trato difícil. Por el otro, el altruismo y la bondad infinitas, que Madre Lucita ejemplifica en las horas incontables que pasaba en compañía de los internos del Hospitalito, casi todos ellos enfermos terminales de cáncer. Para todos tenía una palabra de aliento. Le gustaba recurrir a una comparación entre su situación y la de Jesucristo crucificado. La cama era como la cruz, les decía antes de pedirles que ofrecieran sus dolores por la paz del mundo o por la conversión de los pecados.
Cuando el periodista observa que Romero se enojaba como cualquier otra persona, la Madre Lucita le recuerda que Cristo, que era al mismo tiempo Dios y hombre, también tuvo sus momentos de enojo, como en el templo de Jerusalén, cuando tiró las ventas de los mercaderes, les gritó y los expulsó. Por otra parte, a Romero no le gustaban las excesivas confianzas. Madre Lucita recuerda con una sonrisa que en una oportunidad propuso un brindis para celebrar que la radio del arzobispado reanudaba sus transmisiones (esta emisora era la niña de los ojos del obispo) y con el entusiasmo se le escapó un demasiado confianzudo “¡Salud, Oscarito!”. Las hermanas esperaron una reacción de disgusto, pero en cambio dijo amablemente que le había recordado a su mamá, que lo llamaba así, Oscarito.
Era el año 1979, poco antes de su muerte. A fines de ese año Romero recibió la noticia de que la Universidad Católica de Lovaina le había conferido un doctorado honoris causa. La ceremonia estaba prevista para el siguiente mes de febrero. En ese momento El Salvador se encontraba al borde de la guerra civil y a principios de 1980 se produjo una masacre durante una gigantesca manifestación. “Nosotros le dijimos que fuera”, que hiciera el viaje, que cambiara de aire, recuerda Madre Lucita en la entrevista. “Pensamos que le serviría un poquito de descanso, para que viera otras cosas en vez de tanta represión que estaba ocurriendo en El Salvador”. Partió entonces aunque había decidido reducir al mínimo su permanencia en Europa. Tuvo tiempo para encontrarse con Juan Pablo II y después viajó a Bélgica para recibir el prestigioso reconocimiento, pronunciando un discurso que según muchos estudiosos resume su visión del rol de la Iglesia en las sociedades pobres y que leído hoy a la distancia tiene todo el carácter de un testamento espiritual.
Algo más de un mes después cayó bajo el disparo que lo mataría. Fue el 24 de marzo de 1980 a las seis y media de la tarde, cuando monseñor estaba celebrando una de las tantas misas que rezaba en la capilla del hospital desde los años ’60.
Madre Lucita fue testigo ocular del hecho. Ese día había poca gente y ella se encontraba sentada a unos diez metros del altar. Recuerda el disparo, “como si hubiera explotado una bomba”. Monseñor Romero estaba hablando: “Unámonos pues, íntimamente en fe y esperanza a este momento de oración por Doña Sarita y por nosotros…”. El proyectil lo hizo caer como fulminado. Apenas le dio tiempo para agarrarse con una mano al mantel volcando el cáliz y las hostias sobre el altar. El cuerpo quedó tendido a los pies del Jesucristo crucificado. Se produjo un caos y los presentes trataron de esconderse. Después, Madre Lucita y otras hermanas se acercaron. “Yo no sentí miedo, sentí indignación. Y lo que hice en ese primer momento fue tratar de identificar al asesino entre los presentes”.  Alguien gritó: “La sangre de Cristo se ha derramado”. Se llamó a un médico, pero todo fue inútil.
Hoy sigue habiendo dudas sobre lo que realmente ocurrió. Madre Lucita está convencida de que el francotirador estaba dentro de la capilla, que escuchó toda o casi toda la misa. Otras versiones aseguran en cambio que estaba afuera o que dispararon desde el interior de un Volkswagen. Quizá nunca se sepa con certeza quién disparó el arma. Pero ese disparo y ese momento forman, indiscutiblemente, parte de la historia de El Salvador, de esa historia escrita con tinta indeleble.
La entrevista a Madre Lucita concluye con un “milagro”. Cuenta que un día de 1983 Romero se le apareció, poco antes de la inauguración del Hogar para Niños, otra obra en la que Madre Lucita puso todo su esfuerzo y en cuya construcción había participado el mismo Romero donando los diez mil dólares del doctorado honoris causa. “No fue un sueño –le dijo al periodista-. Primero lo vi desde la ventana, caminando. Lo vi natural, como en aquella foto en la que está en el campo, con su sotana blanca. Y luego hablé con él y cuando le conté que no teníamos fondos para continuar la obra, me dijo con su mismo tono de voz: Madre, tenga fe, que va a venir una persona y le va a solucionar”. A los pocos días llegó una persona con un cheque “providencial”, en el verdadero sentido de la palabra. Madre Lucita está completamente segura de que fue la intercesión de monseñor.

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